miércoles, 21 de octubre de 2009

De un fútbol raro

El fútbol es muchísimo más que “22 tipos corriendo detrás de una pelota”, definición que el negro Dolina, con la agudeza que lo caracterizaba, ha calificado sabiamente de patética. El fútbol, al menos lo que yo entiendo por ese concepto, es, y lo afirmo casi sin ruborizarme, todo “lo demás” que lo circunda. Lejos de los resultados y de los trofeos. De allí mi planteo de que estos relatos no son sólo para futboleros, sino que intentan abordar sentimientos y emociones universales. Ir a la cancha genera ritos, amistades, códigos, olores, atardeceres únicos, paisajes urbanos. (En las charlas con algún amigo en el colectivo, yendo a la cancha, se pueden abordar temas casi filosóficos). Qué perfume francés, por más importado y oneroso que resulte, puede provocarnos la compulsión desesperada hacia los choris humeando contra el alambrado. El fútbol une clases sociales que la sociedad (o al menos una parte) se empeña en distanciar. Todos juntos por un color. Y los de enfrente, enemigos irreconciliables por 90 minutos; y lo mágico, es que después con esos bastardos nos unen un millón de sentimientos fraternales, artísticos, ideológicos y de cualquier tipo; pero durante 90 minutos somos archienemigos.
El fútbol subvierte realidades. Los poderosos de la sociedad, sin son hinchas de un club chico, pasan a ser pobres diablos ante los poderosos grandes, y en sus multitudinarias hinchadas miles y miles de integrantes seguramente vivan en villas o en barrios humildes. Pero por noventa minutos y en las cargadas de la semana, son la clase dominante.
Pero más allá de esta paradoja, el verdadero sentimiento, el que yo intento poner de manifiesto en muchos de estos relatos, está allí, en los clubes chicos, en los clubes de barrio, esos iracundos davides que domingo a domingo se las tienen que ver con los goliades, y que tantas veces, a piedrazos, derrotan.
Cuantos dinosaurios han caído en los verdes lechos domingueros, ante el silencio de muerte de la turba incrédula.
Recuerdo nítidamente una soleada tarde en la cancha de Independiente en la que un morochón, de esos que si se lo encuentra de noche, uno le entrega la billetera sin solicitud previa, hacía un vúmetro imaginario con su dedo, al ritmo de un cántico de la hinchada de San Lorenzo. Era una actitud tierna e infantil (sus ojos irradiaban una inédita dulzura), inimaginable en alguien al que en otro ámbito asociaríamos automáticamente al temor y al delito, por millones de presunciones y estereotipos que lamentablemente llevamos incorporados y que nos separan y que hacen que este mundo se haya convertido en la defensa permanente y obsesiva de nuestra seguridad.
Con este puñado de palabras y tratando de no extenderme demasiado, intento expresar torpemente algunas de las cosas que el fútbol significa para mí. Y por eso el título, porque en cada uno estos relatos pretendí hablar de ese “fútbol raro” que yo veo y que la mayoría de las veces no registra la estadística y menos aún, por supuesto, los periodistas sin magia ni tablón.


Maracho

Festejar


Noche Santa

Fue la noche del sueño profundo de los vivos sin sangre azulgrana en sus venas, escribió en el primer párrafo del manuscrito que me regaló, fue la noche en que los muertos sanlorencistas tomamos prestadas sus conciencias, para junto con los vivos que sí la tenían, colocar las cosas en su justo lugar. Fue la Noche Santa.
Lo cierto es que la sorpresa de los que durmieron en sus casas, sin escuchar ruido alguno durante esa noche, nunca va a encontrar una explicación satisfactoria a lo que ven sus ojos incrédulos. Tampoco la de los artífices materiales del milagro, que mágicamente han olvidado absolutamente todas las instancias de la fabulosa Noche Santa. Racionalmente no la tiene ni para mí que recuerdo todo, por lo cual esa búsqueda fracasará para siempre en el tiempo. Será seguramente el eterno gran misterio de la ciudad de Buenos Aires. Sólo hablan de las discusiones previas, sobre los misteriosos gritos que comenzaron a oírse fantasmales en el supermercado de Avenida La Plata al 1700, desde las noches anteriores a la Noche Santa. Gritos de una multitud enfurecida, que atemorizaba a cajeras y clientes. Y de sobremanera a las autoridades locales de la firma. Nadie podía encontrarle explicación al extraño fenómeno. Mentalistas, religiosos y retóricos delirantes se dieron por vencidos, aún cuando siguen desatando su incontinencia verbal en la televisión. Como tampoco le encontraron explicación a lo que pasó después. Estamos ante un caso de desintegración molecular, dijo un afamado brujo de Once, quien cuenta con el favoritismo de la farándula. Un caso de voluntad colectiva, afirmó un físico japonés, y fue tal vez él más atinado. Pero todo eso se vertió sobre el hecho consumado, hasta legalmente se le está buscando el respaldo jurídico a la venta del predio, documento que cuenta con la firma de la máxima autoridad del supermercado en la Argentina, casualmente hincha confeso de San Lorenzo de Almagro, pero que arguye no recordar haberlo firmado. ¿A quién se le ocurría pensar en alguien soñando lo mismo todos los días con toda la fuerza de su corazón?. A nadie, por supuesto. Pero bueno, ya sabemos como son las cosas. Lo cierto es que antes del absurdo, la preocupación se limitaba a las voces de la multitud fantasmal que cada día rugía más potente en el interior del supermercado, derrumbando mercadería de las góndolas. Y tan incontrolable fue el fenómeno, que la tarde previa a la Noche Santa, el supermercado debió cerrar sus puertas, ya que los gritos se hicieron insoportables.
Pero lo único real, lo único indiscutible, es que ahora allí está el estadio, el mismo coloso de cemento que estaba en el Bajo Flores. Y lo extraño, lo que me hace sentir un elegido, es que todos los cuervos que hicieron realidad este sueño, no recuerdan absolutamente nada. Sólo saben que no estuvieron en sus casas y que la cancha está donde nunca debió dejar de estar.
Todo comenzó después de la medianoche. Yo estaba en la cama, inquieto, y como arengado por un mandato divino, me levanté y salí caminando hacia Avenida La Plata al 1700. En el cielo, la Vía Láctea se percibía nítida y cercana. Una sola vez en mi vida, mientras conducía por una solitaria ruta santiagueña, la había percibido de esa manera. Por las calles caminaban millones de personas, entre las que reconocí al Gallego Insúa, al flaco Cousillas, a Walter Perazzo, al nano Areán, a Hernán Caire, a Marcelo Tinelli. Caminaban sin hablar, en procesión. Pero lo verdaderamente increíble fue ver a Martino, a Farro, a Pontoni, a Hugo Pena, a Roberto Galán, la silueta inconfundible del vasco Lángara, una infinidad de glorias azulgranas con las que tantas veces me había mirado a los ojos desde pósters ajados. Abriéndome paso entre el gentío alcancé la puerta del supermercado. En la playa de estacionamiento, el mismísimo Padre Lorenzo Mazza, enfundado en su sotana negra, dirigía con una varilla a un pelotón de fusilamiento, entre los que reconocí al gringo Scotta, y al tucumano Albretch. Pero no disparaban con armas, sino que lo hacían con pelotas Pintier, que como misiles derrumbaban las paredes de cemento del imponente comercio. El Padre Lorenzo Mazza daba la orden y ellos disparaban los fulminantes cañonazos que destrozaban todo lo que se les cruzara. A mi lado descubrí a Néstor Dores, el genial director de la célebre revista El Ciclón, tomando notas desesperadas y arengando a su fotógrafo para que captara las instantáneas de las históricas instancias. El absurdo no podía con mi alegría y cuando el supermercado finalmente se derrumbó, todos gritamos victoriosos y al unísono: “El Ciclón, El Ciclón”, como es religioso gritar después de cada gol azulgrana.
Lo que siguió fue apoteótico. Inolvidable.
Todos, los miles y miles que éramos, marchamos hacia el Bajo Flores y con una fuerza sobrehumana comenzamos a empujar las tribunas del nuevo Gasómetro. Las pesadas estructuras de concreto se deslizaban como por aceitadas ruedas sobre el asfalto la Avenida Cruz hasta trepar la pendiente de Avenida La Plata. ¿Quién podría explicar desde la razón algo semejante? Sólo deben conformarse con el absurdo de ver el cemento silencioso del nuevo Gasómetro en los terrenos de Avenida La Plata, sin ni siquiera sospechar como llegó hasta allí y concluir que en la Argentina pasan cosas que no pasan en otros lugares del mundo. Pero bueno, eso siempre fue y será así.
Después de engarzar con precisión las tribunas en el predio, comenzó el emotivo discurso del Padre Lorenzo Mazza. A su lado reconocí, de tanto verlos en viejas fotos, a Francisco Xarau, a Gianella y a los hermanos Coll, los primeros jugadores de la historia del Ciclón. Néstor Dores reporteaba a Jacobo Urso, aquél que murió defendiendo la casaca de San Lorenzo en los albores de la institución. El religioso, interrumpió los murmullos, y ya subido al escenario, afirmó que era una Noche Santa, pero que no significaba de manera alguna un acto de violencia y de expropiación hacia las autoridades del supermercado. En el Banco Galicia, sucursal Boedo, sus autoridades podrían encontrar al otro día una cuenta con el importe exacto del valor del predio y la edificación y otra cuenta a nombre de la Gobernación de la Ciudad de Buenos Aires, para destinar a la construcción de un barrio modelo en el Bajo Flores, ya que la pobreza de la villa de emergencia frente a estadio, lo había conmovido hasta sus fibras más íntimas. El pujante espíritu del fundador del club San Lorenzo de Almagro estaba intacto. Luego afirmó, ante todo el público presente, que todo era obra de mi sueño, del sueño permanente que yo anidaba en la cabeza, el sueño de que San Lorenzo volviera a Avenida La Plata. Soñar algo con insistencia y ansiarlo con todo el corazón es generar una realidad, la maravillosa realidad que nos convoca esta noche aquí, dijo haciéndome estallar en lágrimas de emoción. Todos los presentes me miraron con agradecimiento. Yo había generado el milagro tan ansiado, yo había movido a vivos y muertos a la concreción de ese deseo que también era de todos. Mi persistencia lo había hecho posible. La gente me aplaudió, empujándome a subir al escenario. Lo único que dije fue que era el día más feliz de mi vida y otra vez volví a romper en llanto.
Unos instantes después, el cielo empezó a descender sobre nuestras cabezas. Las estrellas potenciaban su brillo de una manera fabulosa al acercarse. El azul entintado del universo nos envolvía en sus sedas. Y como si fuera una maniobra ensayada hasta la perfección, los vivos comenzaron a desconcentrarse y los muertos a colgarse de las estrellas que ya estaban al alcancé de la mano. Era maravilloso tener a la Vía Láctea tan cerca, algo que mientras viva jamás voy a olvidar.
Me quedé absolutamente solo, quieto sobre el escenario. Cuando el cielo se alejó definitivamente, unos tibios rayos de sol me acariciaron la cara. Atontado por la vertiginosa sucesión de emociones, bajé las escaleras y me metí en una de las puertas de ingreso al estadio. El sol resplandecía el cemento de las tribunas y el corazón me volvió a pegar un sacudón cuando sentado en las gradas lo vi. Era el mismísimo gordo Soriano y estaba escribiendo el manuscrito que después me regaló. Me acerqué a él con ansiedad y respeto.
-Maestro, vio, esto es un milagro, parece que es verdad nomás todo esto.
Se sacó el cigarrillo de su boca y con su inconfundible voz finita me dijo:
-Sí pibe, es verdad. No era tu sueño acaso. Bueno, vos nos trajiste a todos para que te demos una mano y ahora que se la aguanten los que se la tengan que aguantar. San Lorenzo es este lugar y los sueños no son ilógicos, los sueños simplemente ponen las cosas en su justo lugar.
-Qué maravilloso, Dios mío qué maravilloso. Gracias maestro.
-Gracias a vos pibe y no me digas maestro que yo nunca pude enseñarme ni a mí mismo. El cura también jodió mucho allá arriba para que esto se haga realidad. Tomá (me entregó el manuscrito), estos son unos apuntecitos que tomé, los llamé: “Noche Santa”. Un escritor o lo que yo sea, siempre está de wing, junando lo qué pasa, viste. Y ahora me voy, es que ando con alma prestada viste y por dártelos no me subí a mi estrella. Pero vaya que valió la pena, aunque ahora voy a tener que salir del mundo por el cementerio -bufó acomodándose los pliegues del pantalón.
Tomé los apuntes como a un tesoro.
El gordo Soriano me saludó con afecto y bajó con dificultad los escalones. Se dio vuelta y me volvió a dirigir la palabra.
-Era más fácil bajar los de madera. Hubieras soñado que volvía la de madera, pero bueno, no nos quejemos que la dicha es grande.
Cuando llegó a la puerta de salida, un gato que estaba recostado en el piso, se incorporó y lo siguió en silencio.
Maracho

Equipazo !!


El Feo


Gnomos



















Ni el diablo

Emilio retornaba lentamente a la realidad gélida de ese piso áspero y mugriento. Ni bien abrió sus ojos, los dolores retornaron como ecos lejanos; su cuerpo parecía haberse acostumbrado a la brutal caricia de la electricidad. En la penumbra, el silencio era un abrumador zumbido. Se incorporó levemente y apoyó su espalda contra la pared. El frío húmedo del cemento le traspasó la camisa. No le importó, era una sensación pura, una sensación que recorría su cuerpo sin erizarle el alma. Echó una ojeada alrededor: Liliana yacía boca abajo y entredormida; de a ratos parecía gemir o balbucear palabras incomprensibles. Algo más lejos, absorto, Jorge miraba la nada. Había sido una noche eterna, interminable, como lo eran todas las noches en ese sombrío infierno.
A oleadas, desde el cuarto contiguo, comenzó a oírse el sonido latoso de una radio. Al cabo de unos instantes se volvió más nítido. Debió haber subido el volumen, pensó Emilio. Rápidamente reconoció la voz del gordo Muñoz. Un partido estaba a punto de iniciarse y cuando escuchó nombrar a Independiente, a su querido diablo rojo, su atención se volcó exclusivamente hacia la habitación contigua. La palabra Independiente le acarició los oídos. Desde que estaba allí, en el infierno, había olvidado la palabra Independiente. Esa palabra, era muchísimo más que un nombre propio, era tardes luminosas bajo el cielo de Avellaneda, la bocina del tren escondido entre las tribunas, la desarmónica silueta de Bochini encendiendo fantasías sobre ese césped regado de gloria. El sol inconfundible de los domingos. La palabra Independiente era un laberinto en el que los espejos eran él mismo.
Llevó su mano hacia la boca para limpiarse las heridas con su saliva. Su sangre seguía siendo roja, tan roja como esa camiseta que ahora imaginaba en la voz del gordo Muñoz, surcando con vértigo las llanuras del medio campo. Tan roja como la que había visto ahogar la vida de tantos compañeros. Cumpas que habían sido beneficiados con la muerte directa, evitándose las siguientes fases de horrores. Las balas matan, las voces torturan. Volvió a concentrarse en el relato, la voz de Muñoz prolongaba una O infinita de un grito de gol. La multitud detrás, estallaba en esquirlas de algarabía. Era un gol de River y Muñoz describía el regocijo de la hinchada millonaria en el frío cemento de la cancha de Huracán.
Emilio fue uniendo recuerdos. Calculaba que debía haber transcurrido un mes desde que lo habían traído a ese lugar. Si bien la tarde del operativo en la villa en donde se había “guardado” se le ocurría casi de otra vida, rápidamente recordó que Independiente venía peleando la punta en el metro. Escuchaba los partidos con el hijo de un amigo que le había dado asilo en un barrio marginal del conurbano y que también era del Rojo. La militancia lo había alejado de las canchas, pero de vez en cuando se escapaba para ver algún partido. Después del golpe, la cosa se puso muy fulera y la clandestinidad lo había alejado definitivamente de los estadios.
De la vida misma.
Desde el salón contiguo, el humito serpenteante de un cigarrillo desparramaba un aroma penetrante, y hacía presentir la soledad de su silencio. De forma intermitente emitía algún sonido esporádico, un chasquido, un movimiento torpe de la silla. La luz tenue, apenas si aclaraba levemente la penumbra, donde varios cuerpos yacían desperdigados por el piso.
El tiempo en ese lugar era nada, un absurdo e inmóvil recuerdo del presente. La voz del gordo Muñoz narraba las instancias de ese mundo lejano y casi ajeno, de una cancha de Huracán a la que había concurrido mil veces, pero a la que ahora le era imposible imaginar. Pero sí a la lluvia, a esa lluvia que con adjetivos vulgares adornaba Muñoz. La lluvia era algo que podía sentir cayendo sobre su cuerpo, acariciando sus lastimaduras casi en alma viva.
Y la lluvia lo fue metiendo dentro de ese partido que ganaba River, y como olvidando del infierno, empezó a sentir la ansiedad de otras épocas, la angustia desesperada de cuando Independiente iba perdiendo. Muñoz afirmaba que los diablos rojos buscaban con desesperación el arco de River y Emilio empujaba desde su entumecimiento, como una más de las almas que empujarían desde la tribuna. Bordeando el éxtasis de oír el relato desbarrancarse hacia el gol de Independiente, el borbotón de palabras veloces se detuvo.
Fue un instante en el que el aire se almacenó en los pulmones del relator, provocando el silencio previo al grito, como ese instante de ruidos muertos que antecede a las catástrofes. En esa décima de segundo previa a que Muñoz liberara sus cuerdas vocales en el esperado estruendo, el grito de él.
Esa agria melodía del dolor, ese armónico acompañamiento de cada tortura. Su voz de horror imponiéndose sobre la de Muñoz. Su voz en un grito seco, de alivio, de alegría por el gol de Independiente que hacía estallar a las otras gargantas lejanas, como gusanos enloquecidos bajo su alarido de placer.
Y otra vez su silencio y la voz de Muñoz sobre las instancias del partido. La ansiedad de Emilio se detuvo de forma abrupta. Instintivamente, como en las infinitas sesiones de infierno, comenzó a desear que su voz se apague, esa picana todavía más dolorosa que con la que sacudía su sangre. Comenzó a desear que Independiente no avanzara, que los jugadores de camiseta ensangrentada no tocaran la pelota, que los otros, los de River, la tuvieran siempre, que la poseyeran toda la vida, para que el silencio tomara el lugar de su voz, de la voz de él, para siempre.
Sin embargo, Independiente reanudaba una y otra vez sus embates, que Emilio horrorizado buscaba detener con su mente, con sus dientes apretados, y cuando la recuperaban los de River, volvía a respirar aliviado. No, Independiente no le podía hacer eso, su querido diablo rojo no lo podía traicionar.
Y no lo hizo, y el partido se terminó. Y él apagó la radio abruptamente. Y el silencio, el silencio de él, se desplomó misericordioso.
Tal vez porque a algunos monstruos, ni el diablo los complace.
Maracho

Los más lindos


Arsenio


La Volpe


Arquero suplente

La pelota descolgada del ángulo por el gato Podeley sobre la hora, terminó por convertirlo en el ídolo absoluto de la moribunda tarde de Liniers. Su vuelo, magnificado por la coloración irreal de los últimos rayos de sol entremezclados con los primeros brillos de la iluminación artificial, había quedado en las retinas de todos los hinchas xeneises como la estirada del milagro. El domingo venía River a la Bombonera y no se habría podido ni empatar en Liniers, si se quería mantener la ventaja de un punto sobre los primos de Núñez. Clásico y última fecha. Sólo empatarle a River significaba ser campeón. Era la final más fascinante que nadie hubiera imaginado. Dar la vuelta frente a los enemigos eternos de la banda roja.
Sin embargo, en el banco de Boca alguien maldecía para sus adentros.
Mario Fermata, el eterno arquero suplente de los de la Ribera, veía cada vez más remota su chance de ser titular. Ya llevaba cuatro años detrás de Podeley. A veces creía que nunca más entraría en una cancha para jugar. Aquellos días defendiendo la valla de Banfield le parecían de otra vida. Boca lo había comprado por sus buenas actuaciones en el club del sur, pero esa misma temporada también había comprado a Podeley a Independiente Rivadavia de Mendoza. Y después de los primeros partidos en que alternaron la titularidad, el técnico de aquel momento optó por Podeley para el puesto, el que jamás abandonó.
El tiempo y su seguridad bajo los tres palos lo hicieron capitán y referente del equipo.
La 12 lo hizo ídolo.
Fermata estaba convencido de que él tenía la misma capacidad, pero jamás le habían dado la chance de demostrarlo.
Además, la salud de Podeley era inquebrantable. Ni un resfrío ni una uña encarnada lo marginaron de partido alguno. Su nombre se doraba de gloria domingo a domingo. El apodo de “el imbatible” le ajustaba de maravillas. Había tardes en las que parecía ser más grande que el arco. En cambio a él lo habían bautizado “el bancario”. Sus compañeros decían que para Fermata el fútbol era como trabajar en un banco. Y eso le dolía, porque los años pasaban y su nombre no encontraba lugar en la historia grande de Boca Juniors. La gente lo recordaría con una risa irónica como “el suplente de Podeley”, que sería lo mismo que decir “la sombra de Podeley”.
Lo torturaban estos pensamientos. A veces, subido a la paranoia desatada en la sociedad por la implantación de la pena de muerte en el país, fantaseaba con la idea de que Podeley asesinara a alguien. El durísimo nuevo gobierno había impuesto la pena capital para los crímenes dolosos y ya se había ejecutado a tres asesinos en la Plaza de Mayo, según establecía la temible nueva ley.
Y aquella tarde en la cancha de Velez su mente hizo un clic. La fuerza ingobernable de su frustración comenzó a mover los hilos de su estrategia.
Ya había sido suficiente.
Su plan, el que durante tantas noches había pergeñado con la libertad de lo que nunca se llevará a cabo, ahora se le presentaba como la única posibilidad de alterar el rumbo de su destino. El brebaje que le había ofrecido aquella bruja de la calle Tres Arroyos era su única posibilidad de iluminar de gloria su carrera.
La tenebrosa anciana preparaba una extraña sustancia que, sin dañar seriamente, provocaba un par de semanas de intensos dolores estomacales. Le había sugerido que se lo proporcionara a Podeley y así él tendría su ansiada chance en la primera de Boca Juniors.
La gorda chance de sus sueños era sin lugar a dudas el domingo que se avecinaba. El lunes por la mañana, ahogando las estridentes voces su conciencia, se encaminó hacia la calle Tres Arroyos.
El sábado, después de un liviano entrenamiento, como acostumbraba, se quedó practicando penales con Podeley.
En el vestuario, mientras se cambiaban, le ofreció una gaseosa. Su contenido estaba mezclado con el brebaje. Fermata no dudaba: el partido con River sería su consagración y su acceso a la titularidad. Fermata sólo pensaba en sí mismo. La foto del campeón humillador de River lo incluiría. La historia lo encontraría en sus páginas doradas.
Confiaba ciegamente en su talento.
Por la tarde, en la concentración, al cabo de un encarnizado partido de truco, Podeley comenzó a quejarse de un intenso malestar estomacal. Vomitó varias veces, hasta que los médicos, por precaución, decidieron internarlo. A partir de ese momento, el técnico Pereyra se volcó a Fermata. Fermata se convirtió en la persona más importante de su vida.
El domingo, descartado definitivamente Podeley, quien empeoraba en su estado de salud, Fermata fue tapa de los diarios y los millonarios de Núñez se relamían con la certeza de que el imbatible no estaría bajo los tres palos xeneizes.
A las cinco de la tarde, puntualmente, dio comienzo el fabuloso match. La Bombonera lucía atestada de gente y todos los flashes cayeron sobre él. Los fotógrafos, mayormente, habían elegido instalarse detrás de su arco, nadie le daba crédito.
Sin embargo, su actuación del primer tiempo fue maravillosa e inolvidable. River, que había mostrado una marcada superioridad sobre los de La Ribera, no pudo de manera alguna doblegar el escollo del inesperadamente fantástico Fermata.
Los jugadores de Boca habían sentido el bajón anímico del drama de Podeley. Para colmo, durante el entretiempo alguien trajo la noticia de la muerte de “El Imbatible”. El técnico, hondamente conmovido, pidió que en su memoria ganaran el campeonato.
Fermata, al escuchar la noticia de la muerte de Podeley, sintió que su cuerpo se paralizaba. Las sensaciones bloquearon su sangre.
En las tribunas la noticia cayó como un balde de agua fría. La hinchada de River continuaba alentando a su equipo y desplegando un folclórico humor negro. La ventaja del shock en los jugadores de Boca era prácticamente la obtención del partido y del campeonato.
Pero las cosas en el césped fueron totalmente distintas.
El once xeneise salió a jugar el segundo tiempo de manera magistral. Como si los animara el espíritu de Podeley desde el cielo, arrinconaron a River sobre el arco del Riachuelo, y a pesar de que el gol no llegaba, la superioridad auriazul era abrumadora.
Fermata, en el otro arco, continuaba conmocionado. La palabra asesino resonaba fantasmalmente en su mente. La felicidad de estar bajo sus ansiados tres palos se extinguía totalmente con la muerte de Podeley. Nunca deseó matarlo. Ni en sus delirios más absurdos había abrigado esa posibilidad. Sólo sacarlo del medio y tener una posibilidad de quedar en la historia. Y todo había funcionado de maravillas. La gente sólo se acordó de Podeley en el entretiempo, por la conmocionante noticia de su muerte. En la cancha su actuación ya lo había asesinado.
Fermata sudaba, sus manos tambaleaban. La certeza de que tarde o temprano saldría a la luz su cobarde ardid, lo sumía en una parálisis de pánico. Los sabuesos llegarían hasta él. La vieja de la calle tres arroyos lo delataría.
El partido se jugaba en campo de River y eso hacía que no se interrumpieran sus tortuosos pensamientos.
Pero a los 44 minutos, y sin que Boca hubiera podido quebrar el marcador, una escapada aislada de Buschiazzo, el centrofoward riverplatense, terminó en penal. Hugo Corino, el aguerrido marcador central xeneise, debió derribarlo desde atrás, ante la falta de achique de Fermata.
El estadio enmudeció un segundo. La popular del Riachuelo estalló en gritos, agitando con algarabía las banderas rojas y blancas.
Fermata comprendió que estaba sentenciado. Su mente lejos, muy lejos de aquella abarrotada Bombonera.
Cuando el habilidoso Luser colocó la pelota en el punto del penal, no veía al 10 de la banda roja, veía a un pelotón de fusilamiento.
Se paró frente a ellos, aterrorizado. Pensó en su mamá, en su mujer, en su pequeña hija Liliana. De soslayo, observaba que la gente en la Plaza de Mayo gritaba por su muerte.
Con todo el arrepentimiento de su corazón le pidió perdón a Podeley.
Luser ejecutó con el alma y Fermata ante las balas se arrodilló hecho un bollito en el suelo.
El cañonazo pegó en su cuerpo con violencia y se desvió. La popular de Boca estalló en festejos. Cuando sus compañeros corrieron a abrazar a Fermata, con horror descubrieron que estaba muerto.
Maracho


Obseción


La jaula de la calle Arismendi

Ricardito finalmente convenció a su papá para que lo acompañe a jugar a la pelota. El pibe se había puesto desde temprano todo el equipo del rojo y se moría de ganas de patear un rato. Raimundo, su papá, estaba muy deprimido, se habían comido cinco bajo el sol matutino de la Bombonera y tenía terror que algún hincha de Boca del barrio lo cargara. Pero su hijo, enfundado en la gloriosa camiseta de Independiente, le sembró valor en el corazón; estaba orgulloso de que le hubiera salido tan fanático del rojo como él. Cruzaron Donato Álvarez y se metieron en el corralito que se había formado por las obras del subte de Triunvirato. Iñaki, el amigo de todos los días de Ricardito, se unió a ellos. Comenzaron a patear la pelota y Raimundo detrás diciéndole que no le peguen tan fuerte, que se la iba a agarrar un auto.
El chirrido de una cortina metálica, abriéndose en la esquina de Donato Álvarez y Arismendi, justo frente a ellos, alteró la parsimonia vespertina del barrio de Agronomía. A Raimundo le resultó muy extraño. Jamás, en cuarenta años, había visto esa cortina abrirse. Era como un muro de metal acanalado. Ese negocio, que según contaban los memoriosos del barrio alguna vez había sido un bar, era para todos la casa del “loco de la jaula”. Desde un improvisado primer piso y sobre el ala de la calle Arismendi, sobresalía un balcón con rejas que lo cerraban totalmente, a manera de una jaula. Miles de historias se contaron siempre sobre esa jaula. Muchos años atrás, desde allí se asomaba un hombre joven que se quedaba con sus brazos colgando, con la mirada perdida. Era como un pájaro moribundo, que intimidaba al barrio con sus ojos de profunda pesadumbre. Sus retinas caían desmoronándose en cascada sobre las vereda rotosas. Todos lo llamaban “el loco de la jaula”. De esa casa-negocio sólo salía y entraba por una puerta lateral, una mujer mayor (que según decían era la hermana) para hacer compras, pero nunca en el barrio. Su hermetismo era total. El barrio siempre vivió ese misterio alimentando fantasías, que se acomodaban a la creatividad y al delirio de cada uno.
Mientras Raimundo observaba atentamente a un hombre canoso que salía desde el interior de la misteriosa esquina y se sentaba en el escalón del umbral, Ricardito pateó la pelota con fuerza. El balón a los saltitos cruzó la calle semiempedrada y terminó en los pies del hombre canoso. Debe ser “el loco de la jaula”, pensó ansioso Raimundo. Si bien la imagen que recordaba en el balcón era la de un hombre joven, también era real que él tenía diez años en aquellos días. El loco ahora debería tener treinta años más y era lógico que luciera avejentado. El hombre, permaneció sentado en el escalón, pero con una habilidad curiosa hizo cucharita con su pie derecho y la pelota quedó muerta en su zapato. Luego se puso de pie sin dejar caer la pelota y cuando se incorporó definitivamente, la elevó sobre su cabeza con precisión exacta (Raimundo y los niños, que se habían acercado hasta él, asombrados la observaron suspendida en el aire) y volvió a dejarla caer sobre su pie derecho, otra vez muerta. Inmediatamente se la devolvió a Ricardito.
Los dos niños volvieron con la pelota a jugar en su pequeña cancha, pero Raimundo permaneció frente al presunto “loco de la jaula”, que lo miraba con ojos remotos. Eran aquellos ojos del balcón. La expresión de los ojos nunca envejece. Estaba seguro que era él. ¿Quién sino? Su mente volvió sobre la leyenda, se decía que la mujer era su hermana y que debió enrejar totalmente el balcón para que el loco no se arroje al vacío. Hacía treinta años que ese balcón estaba enrejado y que tenía encarcelado su misterio. El hombre volvió a escrutarlo y le preguntó con voz tenue:
-¿Usted también es de Independiente?
-Sí –contestó Raimundo con inocultable orgullo.
-Yo soy de Racing, del Racing Club de Avellaneda. Yo jugué en Racing, jugué un solo partido en primera y contra Independiente. Hace muchos años, en la cancha de Racing fue.
Raimundo lo miró con asombro. El hombre no parecía alterado, sólo triste, pero con una tristeza lejana. Sus ojos eran de un azul cristalino que se profundizaba con los resplandores de la tarde.
-¿No quiere pasar y le muestro los recortes?
La invitación le causó una sensación ambivalente. Ingresar en esa propiedad de leyendas le provocaba una irresistible curiosidad, pero a la vez, lo ponía ante un abismo desconocido. Sin embargo no pudo resistir la tentación de ser el primero del barrio en ingresar en las entrañas de ese misterio. Lo llamó a Ricardito y a su amigo Iñaki y les dio dos pesos para que vayan a comprarse alguna golosina al quiosco de Triunvirato, con la promesa que se vuelvan para la casa. Gambeteó su temor e ingresó en el viejo bar abandonado detrás de su anfitrión.
En el interior, entre las pesadas penumbras, se conservaban las mesas y las sillas del bar y detrás del mostrador había infinidad de botellas. Todo cubierto por varias capas de polvo. Raimundo tuvo la sensación de que todo había quedado intacto desde el último día en que el bar hubo de abrir sus puertas. Hasta le parecía escuchar los diálogos de esa última tarde retumbando furtivos entre las sombras. Debió haber sido una tarde de 1960, pensó. El hombre atravesó el mostrador y lo condujo hasta un patio interno de baldosas cuadradas, negras y blancas como un tablero de ajedrez. Casi todas estaban rotas o rajadas. Desde los rincones desbordaba una vegetación sin control. Le pidió que se siente en un oxidado sillón de metal, mientras él iba por los recortes. Raimundo acomodó sus 130 kilos en el viejo sillón con el temor latente de terminar en el suelo. Pero el sillón lo resistió con firmeza. El hombre retornó con una carpeta que despedía polvillo por el aire. Se sentó a su lado y la abrió. La misteriosa carpeta contenía recortes amarillentos de diarios. Y con su dedo le señaló la imagen de un jugador, diciéndole que ése era él. Las tribunas de la cancha de Racing, de fondo, lucían atiborradas de gente. Era un partido de la década del 60, y por los títulos, Raimundo infirió que había ganado Independiente. Luego le indicó su nombre en la formación de Racing y para corroborar sus dichos, le mostró su libreta cívica, que estaba más ajada que el recorte del diario. Todo coincidía, pero nada parecía tener relación con su misterio. El loco, si es que era ese hombre, parecía muy tranquilo y eso hacía que en Raimundo se despejaran los temores iniciales, que había experimentado al ingresar. Su nombre: Luciano Monasterio, no le decía nada. Sería uno de los miles de jugadores que habían jugado algún partido en una primera división. Tal vez si hubiera jugado en Independiente lo recordaría. Lo cual también sería improbable, ya que era un partido de hacía más de 30 años, y él era un niño en esa época. Abruptamente, el hombre cerró la carpeta y mirándolo a los ojos le dijo:
-Yo soy el culpable de que Racing no salga campeón.
-¡Cómo el gomero! –la broma a Raimundo le brotó del alma. La anécdota del gomero que habían descubierto unos años atrás en la cancha de Racing y al que inmediatamente le cargaron la culpa de toda la desgracia albiceleste, era su favorita para bromear a los académicos.- Los gomeros son yeta –agregó tratando de atenuar su gastada.
El hombre hizo caso omiso al chiste y continuó con su relato:
-Le hablo en serio amigo, muy en serio. Tal vez usted no me crea. Yo sé que todos me llaman “el loco de la jaula”, ¿no?
Raimundo sintió un extraño escozor ante la confirmación de estar ante famoso “loco de la jaula”, quien tomó nuevamente la carpeta y extrajo otro recorte, pero que por el tamaño, parecía arrancado de alguna revista-. Esto es un estudio hecho en el año 1975, lo hizo un físico-matemático de nombre Amilcar Zamudio. Seguramente, cuando salió este informe todos lo tomaron para la chacota. Este señor Zamudio hacía preanuncios, en este caso, futbolísticos. Por ejemplo, decía que en el año 2000 las camisetas de los clubes grandes cambiarían. Decía que la franja amarilla de Boca se volvería vertical, que a River se le agregarían dos bandas más, que a Racing le aparecería un sol en el medio de la camiseta y que a San Lorenzo se le cruzarían las rayas y que se le juntarían sobre la espalda. Una estupidez que seguramente no debe haber hecho él, sino que deben haberla agregado los tarados que siempre hay en las redacciones de las revistas, para que la nota sea más atractiva. Pero también había estudios que preanunciaban el futuro de los clubes. Mire amigo, en este informe explica claramente, el motivo del funesto destino que hunde a Racing en las tinieblas desde aquellas épocas. El llegó a la conclusión, después de un minucioso estudio, que en algún partido de fines de los ‘60 alguien había torcido la línea probabilística de Racing. Según su informe, eso se produce por un movimiento antinatural. Una acción no deseada hecha bajo alguna presión. Y yo fui el que realizó esa acción, (sus profundos ojos azules se abrumaron) y fue en ese partido contra Independiente.
El hombre comenzó a transpirar, parecía perturbado, pero rápidamente retomó su relato.
-En esa época yo estaba perdidamente enamorado de una mujer. La mujer más hermosa que vi en mi vida, se llamaba Eleonora Coseglia. Y ella, estoy seguro que también estaba enamorada de mí. Sus ojos, se encendían cuando me miraba, esas miradas que sólo entienden los enamorados, esas miradas que aíslan del mundo. Pero en la vida de Eleonora, el drama de su padre la arrancaba brutalmente de las mieles de la juventud y del amor. Su padre estaba preso, y ella con su mamá debían juntar una suma de dinero para pagar la fianza. Yo en esa época sólo contaba con mi hermana Helena y como jugaba en la reserva de Racing no veía un mango. Pero la quería ayudar, con todo mi corazón la quería ayudar. Pero había que conseguir cinco mil pesos, una fortuna para esa época. Y lo peor, era que la pretendía un tal Lombardo, un notario gordo y gris, al que ella no amaba, pero que significaba la solución de su drama. Ese hijo de puta de Lombardo le podía proveer todo, ¿y yo qué?: la promesa de mis piernas de centrofoward, nada más. Por eso me mejicanearon Salcedo y sus secuaces. Como sabían que yo debutaba contra Independiente y también sabían del problema de Eleonora, me vinieron a ofrecer los cinco mil pesos. Y yo primero dije que no, que no le podía hacer eso a Racing y ellos que Lombardo... (me dijeron una atrocidad que prefiero no repetir). Y aflojé, como un traidor aflojé. Y me durmieron.
Yo sentía que mi viejo iba a emerger desde el polvo de sus cenizas y me iba a pegar un reverendo cachetazo. La gran ilusión de mi vida se convertía en una pesadilla. Porque yo la amaba hasta con la última gota de sangre que batía mi corazón. Esa noche en la puerta de su casa, aterrorizado, le dije que iba a conseguir el dinero y ella que me dice que el cerdo de Lombardo ya le había regalado los anillos de compromiso. La palabra anillo, como un sinónimo doloroso de terror, quedó retumbando en mi cabeza. Era el “clic” del gatillo de un arma asesina. Eleonora amaba a su padre y yo sabía que lo haría. Sus ojos muertos siguieron brillando cuando cerró la puerta, tras escupir su ineludible destino. Pero yo tenía esperanza, el dinero me abriría una chance de derrotar a Lombardo. Yo tenía la ventaja que ella me quería y eso era mucho, demasiado. Imagínese lo que fue esa noche previa al partido para mí. Fue el mismísimo infierno. El técnico tenía muchas esperanzas en mí y no sabe como me temblaron las piernas cuando entré a la cancha. Yo amaba a Racing, ese era el sueño de toda mi vida, pero también amaba a Eleonora. Durante el primer tiempo casi no atacamos y no tuve oportunidad de marcar. Me escondía detrás de los defensores, que me amenazaban tratando de amedrentarme, pero yo no los escuchaba, sólo pensaba en ella. Pero cuando comenzó el segundo tiempo, a los dos minutos, el wing nuestro tiró un centro milimétrico sobre el área roja. Mi marcador tropezó, y la pelota vino hacia mi pie derecho, y cuando vi al arquero sobre su palo izquierdo, supe que era gol. Había hecho infinidades de goles así, y un centrofoward cuando levanta la vista y ve el hueco, sale gritando sin mirarla entrar. No se puede fallar amigo, no se puede. Pero en esa milésima de segundo, imaginé a Eleonora soportando el cuerpo asqueroso de Lombardo encima y dejé que mi pierna derecha se ladeara un poco más de lo aconsejable y con la parte interna del botín la calculé afuera. Salió a unos centímetros del palo.
Se tomó la cabeza y puso su mano sobre la rodilla de Raimundo.
-Mi cuerpo se paralizó de horror. Sentí que..., sentí que todos se habían dado cuenta de mi traición y que me observaran con desprecio. Pero más allá de todos los ojos, violentamente sentí un brutal dolor que sólo puede provocar la traición a uno mismo. Sentí los tortuosos mordiscos de los gusanos de la vergüenza, sentí chirriar la traición a mis compañeros y una sensación de frío en la sangre. Oía a la gente gritar como en un circo romano. Sabía que mi viejo me miraba con desprecio desde aquel cielo azul de Avellaneda. Me había olvidado de todos ellos. Quería esconderme, pero no podía. Mis compañeros me insultaban porque le escapaba a la pelota. Los largos minutos que prosiguieron, fui un fantasma dentro de una camiseta albiceleste a bastones y con el número 9 en la espalda. No toqué un balón más en todo el encuentro y si el técnico no me sacó, fue porque no tenía con quien reemplazarme.
En el vestuario mis compañeros intentaron animarme. Y eso más me torturaba, más me dolía, porque yo los había traicionado. Me cambié y me fui de la cancha. Estaba aturdido. Sentía que había traicionado a mi querido Racing Club, que era lo mismo que traicionarme a mí mismo y ese dolor corría como pedacitos de vidrio por mi sangre.
Sin embargo, no lo había perdido todo, todavía estaba Eleonora.
Fui a encontrarme con Salcedo y los suyos en un cabaret de Wilde, donde habíamos pactado me entregarían los cinco mil pesos. Pero uno de sus matones, al verme, me echó a patadas, y muerto de risa me gritó que Salcedo me agradecía, pero que Independiente había ganado porque era mucho mejor que Racing. También me enteré que no era directivo de Independiente, que era un impostor, que se hacía pasar por dirigente del Rojo. Es más, de Independiente lo habían echado por coimero. Todo eso me lo dijo un hombre en un bar de Wilde, al que le hablé desesperado. El tipo no me reconoció y salí corriendo.
Quería morirme allí mismo. Mi corazón era apretado por una cadena de traiciones que yo mismo había engarzado.
El mundo se me rompió en mil pedazos.
Tomé un colectivo y en Retiro me subí al Estrella del Norte que bramaba en el andén. Me bajé en Rosario (me bajaron) y me tiré vencido entre unos vagabundos que dormían hacinados en un rincón mugriento y alejado de la estación. La noche tenía aristas tenebrosas. Desde la oscuridad, una anciana sucia y de ojos brillantes, me ofreció la colilla de un cigarrillo. Me preguntó qué me sucedía, y yo le conté todo, tal cual se lo conté a Ud. Ella me escuchó con atención y me dijo, sin vacilar, que yo había alterado el destino de Racing, sí amigo, en otras palabras lo mismo que afirma Zamudio en el recorte que le enseñé. Increíble. Pero yo en ese momento no sabía nada de Zamudio, sólo sentía la desesperación desbordando por mis poros. La vieja también era futbolera, hincha de Colón de Santa Fe, pero se había venido a Rosario, donde el cirujeo era más rentable. Después me dio un trago de una bebida que nunca supe que era, pero que me ardió los labios y con su voz aguardentosa me dijo que yo podía torcer la historia, si mi error terminaba en algo positivo. En ese momento no entendí, pero lo que me decía era que vuelva a buscar a Eleonora, que luche. Recién hace unos días interpreté sus palabras.
La vieja me dio unas monedas y me comuniqué con mi hermana Helena en Avellaneda. Le dije que no quería volver, que sentía vergüenza por lo que había hecho. Ella no entendía nada, pero viajó hasta Rosario a buscarme. Mi hermana tiene veinte años más que yo, es solterona y vive pendiente de mí. Siempre fue como mi madre. Nuestros padres habían muerto cuando yo era un niño. Durante el viaje, yo le conté lo del soborno y los motivos. Hasta ella, que también es fanática de Racing, hizo un gesto de desaprobación hacia mi actitud, pero que rápidamente corrigió, queriendo animarme. El micro avanzaba por la ruta y me devolvía a un Buenos Aires que me esperaba para humillarme. Ella me prometió que no volveríamos a Avellaneda, que iríamos al viejo bar de la calle Arismendi, que había pertenecido a nuestros abuelos maternos. Era una propiedad en la que no vivía nadie. Y aquí nos instalamos. Ella fue al club para explicar con alguna mentira mi desaparición, que tenía a todo Racing preocupado y extrañado. Tanta era la desilusión del técnico con mi actuación y con la derrota frente al eterno rival del barrio, que rápidamente me olvidaron. Antes no era como ahora, que todo es guita. Sólo Tita quiso encontrarme, pero no hubiera podido mirarla a los ojos, no hubiera podido.
Los primeros días en esta casa fueron fatídicos para mí. Pensaba en Eleonora, no merecía la posibilidad de pelear por ella, yo era un traidor a Racing y ese no era un precio válido para obtener su corazón. Yo no merecía nada. Ella ya debería haber aceptado a Lombardo y compensaría el asco de estar a su lado, con la alegría de ver a su padre en libertad. Porque una cosa es sentirse traicionado, uno llora, maldice su suerte, pero con el tiempo se repone. Pero sentirse el ejecutor de una traición, y en perjuicio de lo que se amó toda la vida, es insoportable. Racing Club fue también mi madre cuando ella murió, fue el último deseo de mi padre en su lecho de enfermo. El me pidió que siempre amara a Racing. Y yo se lo prometí. Tenía nueve años cuando se lo prometí, asustado, en el borde de esa cama enorme del Hospital Fiorito. Y se murió un rato después y yo, en la primera oportunidad que tuve de honrar mi juramento, traiciono a Racing por una mujer.
Mi hermana Helena me cuidó durante estos treinta años. Ella ahora tiene 80 y está enferma. En realidad está cansada. Allí está (señaló una puerta en el final de la galería), en la cama. Por eso decidí salir a la calle. Ahora es mi turno de ocuparme de ella. Ella fue un ángel. Toda la frustración que le dio la vida la transmutó en amor, en mi cuidado. Porque yo estuve muy mal. Tiempo después de volver de Rosario, me puse violento, me quería suicidar. Durante diez años estuve encerrado en aquella pieza de allá arriba (señaló otra puerta en el final de una escalera). Ella hizo construir la jaula en el balcón, para que yo no me arroje al vacío. Ella fue mi ángel de la guarda. Pero todo fue inútil, porque yo nunca quise volver a vivir, ¿entiende?
Raimundo le dirigió una mirada descolorida. El torrente de palabras emergido desde la boca de aquel hombre, al que su mente ahora evitaba llamar “el loco de la jaula”, lo había conmovido hondamente. Y si bien era lento para las reacciones, la bondad de su corazón era proporcional a sus 130 kilos y más allá de su fanatismo por Independiente, se le soltaron espontáneas palabras de optimismo:
-Pero este año salen campeones. Hoy a Lanús lo pasan al cuarto. Peor es lo nuestro, que nos comimos cinquina en la Boca.
-Sí, pero va a ver que en algún momento el rumbo se va a torcer. Es la línea probabilística que yo alteré.
Se quedaron en silencio. Raimundo se incorporó y amagó a despedirse.
-Espero que vuelva a visitarme, es Ud. con la primer persona que hablo en 30 años, que no sea mi hermana Helena.
-Amigos –el gordo Raimundo le extendió su mano gigante.
-Amigos –contestó Luciano Monasterio.
Raimundo estuvo toda la tarde pensando en la historia de Luciano. Cuando Kuki, su mujer, retornó de la casa de su amiga Lidia, con ansiedad le relató todos los detalles de su encuentro con “el loco de la jaula”. Y entusiasmada con lo sorprendente del relato, comenzó a encender luces de ilusión. Le dijo que ella opinaba igual que la Pordiosera de Rosario, que si Luciano se reencontraba con Eleonora, el maleficio se iba a romper. Raimundo también aprobó la hipótesis de su mujer, y como dos niños ilusionados comenzaron a imaginar como podrían ellos organizar el reencuentro. Sólo había que averiguar si Eleonora Coseglia estaba viva y cual había sido su destino con el tal Lombardo. Rogaron que, aún cuando tuviera compromiso con él, accediera a cerrar ese capítulo inconcluso de su vida, para que los espíritus en pena del pasado pudieran descansar en la paz de la reconciliación.
Sin perder tiempo llamaron al 110 y preguntaron por los abonados de apellido Coseglia que figuraban en guía. Había tres. Un tal Alberto, domiciliado en la calle España 457 de San Isidro y dos en Avellaneda: Carlos en Mitre al 800 y Fabiola en Magnasco 337. Probaron con la tal Fabiola y le preguntaron si conocía a Eleonora Coseglia y la persona que atendió les que dijo sí, milagrosamente dijo que era una prima suya que vivía a la vuelta. La mujer accedió al pedido de ir a buscarla, y cuando volvieron a llamar atendió directamente ella. Kuki le dijo que quería hablarle de Luciano Monasterio y Eleonora, al escuchar ese nombre, hizo un silencio profundo, del que retornó sollozando. Le dijo que sí, que le importaba mucho escuchar sobre él y que la fuera a ver al otro día, que vivía en Palaa 493 (aparentemente Lombardo ya no contaba). Como un torrente, sus palabras dijeron que hacía treinta años que no sabía absolutamente nada de él. Después de cortar, Kuki estaba eufórica y comenzó a darle forma a su proyecto. Su plan se generaba vertiginoso en su mente y se lo expuso ansiosa a Raimundo: en el partido en que Racing definiera el título, Luciano debía reencontrarse con Eleonora en la platea y el maleficio se rompería. Su certeza no admitía discusiones.
Al otro día, Raimundo, que era taxista, regresó más temprano a su casa y con Kuki partieron hacia Avellaneda. Estacionaron frente al 493 de Palaa. Bajaron decididos. Era una casa humilde. Kuki tocó el timbre. Abrió la puerta una mujer remotamente bella, en su rostro un prematuro avejentamiento volvía inestimable su edad.
-Perdón, Usted es Eleonora Coseglia.
La mujer los escrutó con ansiedad, y afirmó con la cabeza. Tuvieron la sensación de que había estado detrás de la puerta esperando a que vinieran.
-Yo soy Kuki, yo hable ayer...
Los hizo pasar sin preámbulos. Sus ojos opacos se salpicaron de brillos maravillosos. Parecía muy conmovida.
Eleonora les contó que todavía amaba a Luciano y que toda la vida se había arrepentido de haberle dicho lo del compromiso con Lombardo, al que ella llamaba Julio. Que jamás había encontrado otro hombre capaz de amarla de esa manera. De haber llegado a hacer lo que hizo por amor. No se había casado con Lombardo, a último momento mi estómago me lo impidió, dijo con dureza. Que su padre al tiempo salió de la cárcel y que comenzó a pegarle a su madre y que luego las abandonó. Que ella también había vivido bajo la sombra funestas de no haber elegido a Luciano.
-Cuando rompí con Julio, él, despechado, me dijo lo que le había hecho a Luciano en complicidad con ese Salcedo, que iba a ser nuestro padrino de bodas. Dios mío ¡¿cómo pude equivocarme tanto, cómo?!
Raimundo le contó toda la historia. Lo de la jaula hizo que Eleonora se quebrara en un llanto desgarrador. Kuki la abrazó con cariño e ilusionada le contó todo el proyecto para alterar el maleficio. Eleonora también estaba segura que si ellos se reencontraban, Racing podría salir campeón y detener la tortura en el alma de Luciano. Pero tenía mucho miedo de su reacción al verla. Ella presentía que él la seguía odiando, por todo el daño que le había hecho. Kuki pacientemente y con mucha dulzura, fue llenando de esperanzas su abatido corazón. Eleonora finalmente aceptó. Se despidieron con la promesa de que Raimundo la pasaría a buscar el domingo, para llevarla a la cancha de Vélez Sárfield, donde Racing jugaría ante el local y con la posibilidad concreta de dar la ansiada vuelta olímpica. Allí, sin saber nada, esperarían Luciano, su hermana y Kuki.
Raimundo el martes volvió a la casa de Luciano con Kuki y trabajosamente lo convenció de ir a la cancha. Le costó horrores, pero finalmente accedió, pese a que Luciano estaba convencido de que Racing perdería el campeonato víctima del maleficio que él había activado. Mientras Raimundo hablaba con él, Kuki lo hacía con su hermana, quien se entusiasmó con el proyecto. El aún la ama, dijo sin titubeos. Helena Monasterio se comprometió a ir con ellos a pesar de sus dolores de cintura.
Raimundo hizo cola toda la noche en el estadio de Racing para conseguir cinco plateas. Era una locura inexplicable lo que estaba haciendo. Jamás debió haber estado entre esa gente, justo él, enfermo del Rojo. Ese era precisamente el lugar donde jamás debió haber estado. Pero sentía que debía hacerlo, que era una misión que aunque quisiera abandonarla, extrañas fuerzas lo devolverían a esa hilera de corazones ilusionados. A todos ellos, muchas veces había insultado y gastado desde la altiva tribuna de Independiente. Hasta tuvo miedo de que lo reconozcan. Pero algo lo unía a toda esa gente: la esperanza de un milagro.
Los planes parecieron destrozarse con los hechos trágicos que sacudieron al país. El partido final con Vélez fue suspendido por un virulento estallido social que ensombrecía el destino argentino y por supuesto el de Luciano y Eleonora. El fútbol pasó a un segundo plano y tuvieron que volver a casa de Eleonora para decirle que se mantenga atenta a la nueva fecha. Pero cuando el partido se reprogramó para el jueves 27 de diciembre, la estrategia arrancó desde temprano en todo su esplendor. A las 13:30 Kuki arribó con un taxi hasta la calle Arismendi y recogió a Luciano y a Helena. Luciano miraba el mundo sorprendido. Después de 30 años volvía a transitarlo. A cruzar el umbral de su casa.
Kuki ya estaba en la cancha con Luciano y Helena y promediaba el primer tiempo. La cancha era una fiesta desmadrada. Pero ella no le prestaba atención al partido, sólo quería ver aparecer a su marido con Eleonora. Pero no aparecían. Algo estaba saliendo mal. Luciano y Helena permanecían atentos a las alternativas del encuentro, que era jugado con ansiedad por los jugadores albicelestes. Empujaban con vehemencia hacia el sueño de miles y miles de almas huérfanas de alegrías. Ya en el segundo tiempo, los nervios de Kuki estaban a punto de estallar. Buscaba los ojos de Helena desesperada, buscaba alguna explicación lógica para la demora de Raimundo y de Eleonora. Luciano ausente, seguía atento y con pasión las acciones del partido. El estadio estalló con un gol de cabeza de Loeschbord. El griterío era la voz enorme de la esperanza. Raimundo no aparecía y Kuki maldecía antes los ojos extrañados de los plateístas, que la miraban con fastidio por sus permanentes movimientos. Y sorpresivamente, un gol de Vélez acalló la multitud y el gesto desencajado de Luciano hacía prever lo peor. El maleficio echaba a andar los engranajes de su funesto mecanismo de frustración. Cuando Kuki empezaba a creer que su marido no llegaría a tiempo, desde la multitud emergió su voluminosa figura, y detrás de él, Eleonora.
Luciano al verla, palideció abruptamente. Todos creyeron que se desmayaba. Pero ella encontró sus ojos y la intensidad de sus miradas pareció detener el murmullo de todas las bocas del estadio. Como si sólo ellos dos estuvieran en esa tribuna. Eleonora, con sus retinas brillando de lágrimas le dijo:
-Perdoname.
Luciano aún tieso y sin reacción, sintió que volvía a estar frente al arco de Independiente, y que su pierna derecha conservaba el rumbo normal, que no se arqueaba tramposamente hacia la derecha y que cuando empujaba la pelota, ésta se clavaba en el fondo de la red. La estaba abrazando. Campagnolo clamaba por tranquilidad después de un sofocón del arco académico. Y minutos después, todo Liniers estalló en las mil esquirlas de un solo grito imposible: ¡Racing Campeón!
Luciano y Eleonora se besaron con pasión. La gente los ignoraba, porque todos también se abrazaban después de muchos años de tristeza y desencuentro.
Helena abrazó a Raimundo y a Kuki y con lágrimas en los ojos, les dijo gracias.
Luciano, Eleonora y Helena bajaron del taxi de Raimundo en la puerta del viejo local de la calle Arismendi. Pese a que les insistieron, Kuki y Raimundo no quisieron bajar. Sabían que ésa, era una fiesta de ellos, una fiesta ansiada durante muchos años y que ya habían creído que no llegaría jamás. Como la del Racing Club de Avellaneda, que estallaba en las calles del mundo. Luciano se acercó a Raimundo y le dijo con una sonrisa:
-Lo ganaron ellos, los jugadores. Fueron fieras, fieras hambrientas.
-Mire, no me haga hablar de esa murga –dijo Raimundo entre sonrisas irónicas.
Bajó del auto y se abrazaron como dos amigos de toda la vida.
Después de la medianoche, Kuki quedó rendida y se durmió inmediatamente. Raimundo no podía dormirse, estaba sobreexcitado. Se vistió en silencio y salió a la calle. Aspiró la noche profunda y camino hasta Donato Álvarez y Arismendi. Se paró en la esquina. Desde la casa de los Monasterio emergían los dulces vaivenes de un vals. Luego levantó la vista y observó el balcón encerrado dentro de la jaula. Sintió que de alguna manera había traicionado a Independiente, a su Rojo de toda la vida, liberando a Racing de esa jaula donde había permanecido encerrado durante treinta y cinco años. Cuántas veces había disfrutado de la frustración de su eterno rival. De sus largos años de caídas.
Sin embargo, en su corazón, sólo sentía alegría.
Pensó que sólo los imbéciles necesitan de la pena de los otros para ser felices. Alegría era haberle devuelto la vida a Luciano, al “Loco de la jaula”. ¿Qué más necesitaba? Si su Independiente era el club que más copas había ganado en el mundo. Qué importaba que los otros festejaran que su pena se extinguía.
No, no se sentía un traidor y al otro día le iba a proponer a su amigo Luciano destruir esa jaula absurda, y limar para siempre los barrotes que durante muchos años, mantuvieron cautiva a la alegría en esa esquina de Donato Alvarez y Arismendi.
Maracho

Tita de la Academia



Las dínamos

Hacía una semana que el llamativo colectivo era también sereno paisaje de Jáuregui. Era de un aguado color azul y había pertenecido a la línea 6 (en el redondeado letrero superior, debajo de la pintura blanca, se transparentaban unas letras negras que decían: POMPEYA 6 RETIRO). Daban la impresión de haber sido cubiertas sin demasiado entusiasmo. Aún estaba entero, sostenido dignamente sobre sus patas de caucho y con su bonachona sonrisa de Mercedes Benz 1114. Parecía haber eludido el desgaste lógico del tiempo y la inevitable erosión que provocan los barrios al atravesarlos. Los cromados encendían brillos en sus extremos, reflejaban el sol tibio de Jáuregui y devolvían estrellas relampagueantes.
Es de un rubio, de esos rubios fallados, le dijo Lupini a Rivelino, hace como una semana que se mudó al barrio, es medio raro, casi no sale a la calle. Parece gringo. Lupini opinaba que no era mala idea hablar con el Rubio y alquilárselo para ir a ver al Canario a la cancha de Dock Sud. La última vez que Flandria había jugado fuera de su estadio, el Carlos V, debieron ir en varios autos y el Valiant de Cabaret se había descompuesto apenas pisó la ruta 5, mientras la Fuego de Osvaldo Mamberto buscaba un hueco cerca de la cancha de Excursionistas. Así no se puede, para ascender a la B tenemos que estar todos juntos, fue la sentencia del reencuentro en el club Timón.
Eran una barra de toda la vida. Ahora promediaban los cuarenta, pero desde chiquitos habitaban las calles de Jáuregui. El único que se había mudado de su casa natal era Osvaldo Mamberto, que por su mejor situación económica, habitaba ahora una portentosa propiedad en la avenida Los Hilanderos, un bulevar con palmeras por el que se ingresa al pueblo desde la ruta 5. Un “desarraigo” de apenas cinco cuadras. Desde siempre iban juntos a ver a Flandria y con orgullo le vomitaban a cualquier eventual chicaneador: de Flandria y de ninguno más, Canario hasta la muerte. Con la certeza de que el club de sus amores, ganara o perdiera, representaba la totalidad de sus emociones futbolísticas. Los representaba a ellos mismos.
El sábado, después del almuerzo, se juntaron en el club Timón para partir hacia el Doke. Pero esta vez Lupini tenía una sorpresa: había alquilado el colectivo del Rubio. Todos festejaron con algarabía la noticia. Por fin iban a poder ir juntos a la cancha. En el colectivo podrían charlar despreocupados del manejo y de mantener los autos en caravana para no perderse.
-Es la mejor idea que tuviste en toda tu vida –le dijo Osvaldo abrazándolo a Lupini.
-Viste que para algo servía el adoquín éste –Cabaret gritó esquivando el manotazo de Lupini.
A las dos de la tarde apareció el colectivo en la puerta del club Timón. Dos bocinazos sordinados retumbaron una melancólica alegría. Subieron cantando las canciones de la tribuna. Conejito, era el más pibe de la barra, tenía 23 y era hermano de Rivelino. Como acostumbraba llevó a su novia Marisa, a la que por decreto habían hecho fanática de Flandria, a pesar de que vivía en Luján y su corazón había nacido Lujanero, el eterno rival del Canario. El amor es evidentemente más fuerte. Al colectivo rápidamente lo bautizaron “la albóndiga”, por sus terminaciones redondeadas. El Rubio, que tenía intrigado a todos, llevaba en la boca una mueca de eterna sonrisa, como si siempre estuviera recordando algo gracioso. Los muchachos lo observaban con curiosidad por el espejo que cubría toda la parte alta de la cabina, en el que más atrás en la imagen, también se reflejaban ellos mismos.
-Che Rubio, ¿vos no serás hincha de Luján como la prometida del Conejito, no? –gritó Cabaret recibiendo el inmediato repudio de Marisa, la acusada.
El Rubio levantó los ojos y lo miró por el espejo.
-Yo soy de Huracán y de Sacachispas.
-Tenés todas las desgracias juntas, solo te falta tener diabetes –descargó Cabaret.
En la cara del Rubio la mueca de sonrisa se potenció. La carcajada general estalló confundida entre los ruidos de la calle, que se metían por las ventanillas abiertas.
-Si lo hubiera visto don Julio, se lo llevaba para Bélgica -insistió Cabaret ensañado con el Rubio.
Don Julio Steverlynck era palabra superior en ese pueblo del norte de Buenos Aires. Originario de Vitche, Bélgica; había fundado la Algodonera Flandria, que dio vida e identidad al pueblo de Jáuregui, también llamado Villa Flandria; además de ser junto a muchos entusiastas vecinos, el gran impulsor de la institución deportiva, para que el personal tuviera un lugar donde practicar deportes, propiciar la cultura intelectual y unir a las familias. Y a pesar del canibalismo fabril del país, el club sobrevivió a la desaparición de la algodonera, y continuaba latiendo en él, el espíritu progresista del visionario belga.
-Che qué lindo lo tenés al bondi –le dijo Lupini.
El Rubio, que se llamaba Mario, contó que él mismo lo había manejado en la línea 6 y cuando, por ser modelo 1970, debió retirarlo de la empresa, no quiso cambiarlo, ya que era un colectivo muy especial.
-Y sí, está lindo che –confirmó Osvaldo, acomodando su metro ochenta y cinco en los asientos plastificados de cuerina ribeteada multicolor.
Finalmente llegaron a la cancha de Dock Sud. Y el partido fue un banquete de alpiste para el Canario. 5 a 0 rotundo. Se subieron a la albóndiga y volvieron a Jáuregui rebosantes de alegría. El sábado jugaban con Midland y se podían prender. Mientras el sol se desbarrancaba a pique sobre el oeste, bajaron del micro en la puerta del club Timón. Se despidieron con besos y abrazos.
Dos horas más tarde se reencontraron en la puerta de la casa de Lupini, autoconvocados y portando inocultables gestos de desconcierto en sus rostros. Se miraban perplejos, buscando alguna explicación medianamente lógica a lo que habían visto esa misma tarde. Lo que habían protagonizado ellos también desde la tribuna.
-En todos lados dicen que perdimos dos a uno. Es más, mi mujer dice que nos enfientasmos todos con la Marisa y que por la cancha ni aparecimos. Nadie nos vio, no estuvimos en al Docke. ¿Qué carajo está pasando? –Cristian caminaba por el living de Lupini mientras todos lo escuchaban aturdidos.
-Che loco un poco más de repeto –reaccionó Conejito´, tarde y airadamente.
Los muchachos lo observaron un instante y rápidamente lo ignoraron.
-Yo no sé que pasó. Pero todos vimos lo mismo, todos gritamos los goles del Bambi Caricati y del Cacho Pondal o yo estoy loco –dijo Rivelino desencajado.
-Sí, los gritamos, pero los goles no existieron, no-e-xis-tie-ron –Osvaldo naufragaba en las oscuras aguas del absurdo, chapaleaba buscando algún remoto vislumbre de coherencia, exprimiendo su cerebro acostumbrado a las cuentas rápidas.
La sensación de irrealidad los carcomía, como la plaga de ardillas que desde hacía años tenía amenazado al poblado de Jáuregui. Los roedores, que habían sido traídos al país por don Julio Steverlynck, devoraban cables de teléfonos y de lo que fuera y tenían amenazada a la mismísima Ciudad de Luján.
-El Rubio ése debe tener algo que ver, no te olvides que es la primera vez que vamos con él a la cancha –saltó Cabaret enardecido.
-Sí, vamos a verlo. Yo no sé si él sabrá algo, pero bueno, fue con nosotros –Osvaldo avaló la idea de Cabaret.
Rápidamente recorrieron las dos cuadras hasta su casa. El colectivo silencioso descansaba sobre el asfalto. La casa era blanca y sencilla, tipo americana. Tocaron el timbre y el Rubio abrió la puerta. Su sonrisa, como siempre, lucía engarzada entre sus labios.
-Mirá Mario, pasó algo raro –le dijo Lupini con gesto grave ante el silencio ansioso de su comitiva.
Los invitó a pasar, balbuceando un sí, ya sé, ya sé... casi imperceptible. Arribaron a una sala pequeña, donde permanecieron todos de pie. Los segundos eran abismos. El Rubio comenzó a hablar pausadamente, como si no sintiera la presión de su audiencia.
-Miren muchachos, está en Uds. creer o no. Pero bueno, yo les dije que el colectivo era un colectivo especial. En el motor hay dos dínamos conectados. Uno es de la alegría, de la ilusión..., de los sueños imposibles (dijo iluminado) y otro, de la tristeza, de la frustración.
Los muchachos lo miraban con ojos inquisidores. Las palabras pronunciadas por el blondo acarreaban más absurdo al desconcierto. Ansiaban una explicación ó cualquier cosa que se le pareciera. El Rubio continuó:
-Ustedes hoy, al subir con tanta ilusión a mi colectivo, con tanto compañerismo, activaron el dínamo derecho, el de los sueños. Por eso Flandria ganó, aunque en realidad perdió ¿perdió no? No importa, no importa como haya salido, lo que importa es que el partido que Ustedes vieron, fue el que todos querían ver.
-O sea que estamos todos locos –vomitó Osvaldo, muy poco afecto a los delirios.
-Y…, si estar loco es cumplir los sueños, sí, estamos todos locos –los ojos invernales del Rubio se tiznaron de un brillo mágico.
-Y vos como descubriste las dínamos ésas –Osvaldo hizo de paso, alarde de su conocimiento acerca del género femenino de la palabra dínamo.
-Las dínamos o las pelotas, Osvaldito. Lo que importa es por qué todos nosotros vimos a Flandria ganar –Cristhian lo fusiló fastidiado.
El Rubio los miró con soslayo, y retomó la palabra.
-Yo le voy a explicar. Al poco tiempo de comprar el colectivo, todos mis sueños comenzaron a cumplirse. En principio lo adjudiqué a una racha de suerte, a una buena racha. Hasta que descubrí el funcionamiento de los dínamos. Yo disfrutaba de esa alegría aun cuando no fuera real. Pero...(se puso como melancólico), bueno ustedes deben disfrutar de sus sueños. Estos dínamos son maravillosos. Yo estuve mucho tiempo para descubrirlos. Y jamás permití que el colectivo fuera tocado por mecánico alguno. Y discúlpeme (dirigiéndose a Osvaldo), pero a mí me gusta más decir los dínamos. Siempre se los llamó así. Aparte suena feo, en Pompeya había un grupo de chicas corpulentas que cantaban en los bailes de la Avenida Sáenz, se llamaban “Las Dínamos”, era de esos grupos que cantan poniendo un disco, que sólo bailan y hacen mímica.
El diálogo con el Rubio, los hundió aún más en el desconcierto. Se fueron más confundidos de lo que estaban al llegar. Después de esa noche de disparate, sus vidas continuaron empantanadas en una pegajosa sensación de irrealidad. Al sábado siguiente fueron al estadio Carlos V y Flandria perdió con Midland 0-2. Los conocidos los bromeaban con la escapada que se habían mandado el sábado pasado, con el versito a sus mujeres de que iban al Docke a ver el partido. Los palmeaban con complicidad y ellos no sabían que responder. Sin embargo y a pesar de todo, decidieron ir hasta Cañuelas con la albóndiga. Y llevarían a sus mujeres y a sus hijos para que les crean.
Y Flandria volvió a golear, a pesar que para los diarios había empatado con Cañuelas. Y a partir del sábado siguiente comenzaron a ir al Carlos V en la albóndiga. Una vez que todos subían, el Rubio Mario sacaba el colectivo a la ruta para activar las dínamos y regresaba al pueblo para recién ir a la cancha. Y si bien nadie los veía en las tribunas, ellos estaban. A la vuelta, la radio del colectivo les indicaba el rival de la fecha siguiente. Eran absolutamente conscientes que ésa no era la realidad, pero las luces encandilantes de la ilusión se les volvían irrenunciables. Flandria ascendió a primera B, división que atravesó como un rayo cortando cabezas. Luego al Nacional B, en el que en final emocionante se lo sacó del buche a Quilmes y la locura: “el Canario en primera de la mano del viejo colectivo de la línea 6”.
Vivian el sueño con alegría. Era un secreto que no contaban a nadie y sólo de vez en cuando había que desmentir a alguno de sus niños, que relataba en el pueblo hazañas de Flandria que la gente nunca había visto. Los chicos fantasean rápidamente agregaban y el diálogo volvía a los carriles normales. Y después de ganarle a Boca en la Bombonera con un golazo de antología del Bambi Caricati, que se eludió hasta al banco de suplentes xeneixe, después de humillar a Racing y a Chacarita entre otras hazañas y de empatar, vaya a saber que temor colectivo impidió la victoria, con Independiente, con Huracán (le echaron la culpa al Rubio), con San Lorenzo, un golazo del Cacho Pondal selló el marcador y con Rosario Central; llegaron a la última fecha a jugar con River, quien tenía un punto menos que Flandria en la tabla de posiciones. Sólo un empate y la gloria. El ansiado match, según la radio del colectivo, se jugaría en el Monumental de Núñez.
Esa semana fue eterna. El campeonato de primera división estaba a un paso, a un pequeño estirón de ilusión. Flandria Campeón. Flandria sobre Boca y River. Flandria en su hora más gloriosa. Sí, sabían que era un sueño, pero sus hijos después de ver tanta gloria canaria, jamás se harían de otro cuadro. Jamás. Llevarían es sus retinas la vuelta olímpica en el Monumental para toda su vida.
El sueño era una maravillosa locura.
Ese mediodía se juntaron en la casa de Lupini. Decidieron no hacerlo más en el club Timón para evitar preguntas embarazosas. Estaban todos y esperaron ansiosos la llegada del Rubio con la albóndiga de los sueños. Hacía más de tres meses que lo hacían (evidentemente el tiempo de los sueños era más vertiginoso que el real) y ya era un rito. Pero los minutos corrían y la albóndiga no aparecía. Partieron en procesión hacía la casa del Rubio. Al llegar, el escozor les paralizó el corazón: el colectivo no estaba, no estaba estacionado en la puerta.
El Rubio apareció súbitamente desde la otra esquina. Lucía desesperado.
-Se lo llevaron, se lo robaron. Dos tipos me encañonaron y se lo llevaron.
-¿Adónde? –preguntó Osvaldo a los gritos.
El pánico heló las almas.
-No te está diciendo que se lo robaron ¿cómo va a saber adónde? –le gritó nervioso Cabaret.
La policía respondió como siempre, con más problemas que soluciones. Cuando volvieron a la casa de Lupini, Osvaldo emergió de su tristeza con una idea descabellada: ir igual al Monumental en los autos, capaz, quién no te dice...
Sin entusiasmo fueron hasta Núñez. De alguna manera querían enfrentar a ese coloso de cemento, en el que los tendría que estar esperando la gloria absoluta. Pero se encontraron con que River jugaba con Talleres de Córdoba.
Sumergidos en una pesada angustia y con las manos vacías, cruzaron Udaondo y se sentaron sobre el césped que bordea los pilotes del puente Ángel Labruna. La gente batía sus banderas rojiblancas con entusiasmo.
-El colectivo no aparece más, para el bien o para el mal, los chorros habrán ido a algún lugar del que no van a volver. O lo desarman y los dínamos los desechan porque en apariencia no sirven para nada –dijo el Rubio mordiendo un pasto con desencanto.
-Sí todos quieren lo mismo, ya deben estar disfrutando del sueño de ser millonarios –dijo Lupini con envidia.
-Esto fue una alucinación colectiva, muchachos, una alucinación co-lec-ti-va -Osvaldo remató abrazando a su hijo Matías, que buscaba safarse de los brazos de su padre para volver a jugar con los otros niños.
-Una colectiva que... –preguntó Cabaret fastidioso.
-Una alucinación colectiva de todos, bestiún –Lupini lo fusiló con toda su bronca.
-Y ahora, sólo nos queda pedirle a la Virgen de Luján para que nuestros hijos no se hagan de otros cuadros –dijo Cabaret con desilusión.
-Yo a la Virgen ésa no le pido nada, porque es de Luján –Vomitó Rivelino.
-No seas animal. Hay que convencer a los muchachos, a los jugadores, hay que convencerlos de que son los mejores, Caricati va a ser mejor que Maradona; hay que salir a buscar tipos que quieran meter guita en al club. Eso hay que hacer, lo que hizo don Julio. Nosotros vivimos toda esta gloria en nuestros sueños, pero ¿por qué no hacerla realidad? –Lupini se iluminaba con su arenga.
El Rubio lo miró con ojos de aprobación.
-Los sueños sólo son presumidos, pero si uno los corteja con pasión ellos terminan cumpliéndose. Eso fue lo que me enseñaron los dínamos.
-Sí, hay que meter, vos Osvaldo tendrías que postularte a presidente, vos sos una luz con los números, no nos pasás a nosotros porque somos tus amigos, qué si no –a Cabaret también le brillaban los ojos.
Osvaldo se puso de pie, hizo un silencio profundo y arrancó con vehemencia.
-Los verdaderos clubes grandes somos los que estamos en el ascenso. Esto es amor por la camiseta, este sueño nuestro de venir hasta acá, esta locura nuestra de ver a Flandria en el cenit. Andá, pará a cualquiera de esos pibes que entran al gallinero, andá y pregúntenle quién fue Di Stéfano, si le preguntás por Onega piensan que es un reloj a cuerda. Ellos son hinchas porque salen campeones siempre, pero cuando no salen empiezan a cacarear. ¿Qué tendríamos que decir nosotros, que nos pasan dos segundos por la tele?, si nos pasan. Esto es amor por la camiseta viejo. Ellos serán clubes grandes, pero nosotros somos las hinchadas grandes. Yo les prometo que vamos a llevar a Flandria a lo más alto, porque tenemos temple y nuestros hijos lo van a ver grande como Flandria lo merece, como don Julio Stervelinck lo soñó y nuestra banda, la Rerun Novarun, el orgullo de Jáuregui, ejecutará la marcha del triunfo, los acordes jubilosos de nuestra ansiada gloria –Osvaldo se paró y los miró a todos como si ya fuera el presidente.
-¡Osvaldo Mamberto presidente nomás! ¡Y Flandria campeón carajo! –gritaron todos emocionados y lo abrazaron con afecto, con ilusión.La gente los ignoraba. Sus voces se perdían entre los gritos emergentes del estadio y el zumbido de los motores que corrían endemoniados por Lugones, componiendo un inconfundible ruido a mundo. Ni ellos mismos podían escuchar un sonido nuevo de la tarde, un sonido distinto que amanecía en sus corazones, y que iba aumentando, como si las rebeldes ardillas del viejo Stervelynck movieran sus patitas sobre los fantásticos rotores de la esperanza, para echar a andar otras dínamos, que arrancaban lentamente.
Maracho

Buena Suerte !!!


Madness


San Daniel y los leones huracanados

Las calles de Parque Patricios retornaban suavemente a su calma habitual. La gente, anestesiada por el anodino 0 a 0 que había arrojado el esperado clásico, malgastaba la adrenalina retenida marchándose presurosa hacia sus hogares.
Mientras esperaba a Melián en la esquina de la calle Luna, la Avenida Amancio Alcorta se perdía en los inciertos destinos de sus dos rumbos. Yo trataba, de todas las maneras posibles, de disimular mi cara de hincha de San Lorenzo entre tanto quemero suelto. Melián, al que llamamos cariñosamente Painito, diminutivo de su apellido, es un hincha moderado de Huracán, o sea no es de ir a la cancha regularmente, pero su cariño por el Globo es una herencia familiar que lo enorgullece. Finalmente, cuando ya me estaba impacientando, emergió desde una de las bocas de acceso a la tribuna local y como es su costumbre a los gritos:
-Grande Huracán, si no nos afanaba el referí les ganábamos -me abrazó cariñosamente con sus brazos de muñeco de felpa.
-Che no seas boludo, no me mandés al frente que por acá son todos quemeros.
-¿Qué?, ¿Cómo? ¿Maracho le teme a la people de Huracán? Qué no se sepa: el gran Maracho, alias Johnny Mano Pesada le teme a los según él, cuatro locos piojosos de Huracán. ¡Qué barbaridad!
-Dale no jodas, Painito, que acá cobramos sueldo y aguinaldo.
Por Luna caminamos hacia la Avenida Caseros. En esa época yo estaba fascinado con el Polaco Goyeneche y cuando alcanzamos la avenida, le mostré a Painito lo que me imaginaba cuando el Polaco cantaba sobre la calle la hilera de focos, lustra el asfalto con luz mortecina. Era esa imagen la que representaba la postal de la calle Luna hundiéndose en el arrabal y acariciada dulcemente por el alumbrado público. Otra no podía ser. Painito se quedó embelesado mirando y nos envolvió una súbita melancolía porteña.
-Y sí Maracho, es la definición exacta de esta maravilla -dijo, aún recordadando remotamente el tango Garúa que contiene esos versos.
-Este barrio, es el barrio porteño más fascinante, y te lo digo yo, que soy del Ciclón.
Painito continuaba embriagado por la atmósfera de ese arrabal.
-Vamos Maracho, vamos a tomar un café a un bar de esos viejos. De esos que te gustan a vos.
Entramos a un bar de Caseros y Labardén y nos sentamos en una mesa con inmejorable panorámica de la avenida.
-Acá no digas que soy de San Lorenzo porque me achuran -le dije temiendo sus típicas humoradas. Painito es un Joker, un payaso, pero el ambiente de fútbol no entiende mucho de bromas. Y ni terminé de decírselo, que empezó con su show.
-Maaaaraaaaachooo es de Saaaannn Loren..... - y señaló mi cabeza con el dedo.
En el bar había más o menos diez personas, la mayoría tipos grandes, que al escuchar el cantito de Painito, comenzaron a mirarse entre sí, con ojos cómplices, informándose la presencia del cuerpo extraño, que lamentablemente, era yo. En voz baja le supliqué.
-No seas pelotudo, loco.
-No pasa nada, son toda gente buena -dijo en voz alta para que lo escuchen.
Un viejo que estaba apoyado en la barra abrió el fuego, el café se detuvo en mi garganta y retornó a mi boca.
-Che, por qué no vas a acomodar los changuitos al Supermercado.
Yo lo miré a Painito con odio.
-Viste boludo, acá se arma el quilombo.
-No pasa nada, quedate tranquilo.
Un pelado desde una mesa me decía no sé qué de Miele. Yo no los miraba, y observaba nervioso hacia afuera por la ventana. Painito hablaba con todos y todos juntos iniciaron un cantito:
San Lorenzo, no se diga, van a jugar un campeonato con Jumbo y Casa Tía.
Painito conducía la orquesta ampulosamente con los brazos y yo los miraba a todos presintiendo la catástrofe. Como era de esperar, la jocosidad del cantito paso a migas voladoras teledirigidas hacia mi cabeza. De repente uno con una remera verde se paró y con voz cruda dijo:
-Loco ¿qué tiene que hacer un cuervo acá? En este lugar no queremos pajarracos.
El clima se espesaba y Painito comenzó a defenderme tratando de calmar los ánimos. Pero la moción del de remera verde cosechaba nuevos adeptos a cada segundo.
-Loco paren, es mi amigo -Painito buscaba remendar el desastre que había desatado de puro fresco.
-Qué paren ni ocho cuartos. ¿Sabés como nos habrá puteado éste en la cancha? Que se vaya a acomodar changuitos con todos los cuervos piojosos a la Avenida La Plata.
No aguanté más y me levanté. Al verme de pie, todos enmudecieron como leones expectantes, saboreando a cuenta al cristiano próximo a devorar. Sentí que un espíritu me abordaba por la fuerza, y poseído por un repentino valor solté mis palabras sobre las que no tenía control:
-Pero qué les pasa, che, tanto despelote. Este barrio es tan mío como de ustedes, este barrio es de todos lo que amamos a Buenos Aires. Este clásico que vimos hoy, que todos nosotros vimos hoy con nuestros ojos, es el clásico más porteño de todos los clásicos del mundo, loco. Un San Lorenzo-Huracán es una mezcla de tango, de barrio, de un montón de cosas que son sólo nuestras. ¿Por qué no puedo estar hoy acá, en esta esquina maravillosa? Ese supermercado del que hablan, no sólo se llevó nuestras alegrías, las de los de San Lorenzo, sino que se llevó al abismo de la nada, un montón de domingos de ustedes, de domingos que habrán festejado o sufrido en esos tablones de quebracho, pero que ya no van a volver más. Vos, (me dirigí al de remera verde) vos sabés que el primer nombre de Huracán, el nombre que pensaron los visionarios que lo fundaron, fue Verde Esperanza y No Se Pierde, sí, verde como tu remera, y un tal Lichino, que tenía un librería en el barrio, cuando fueron a hacer el sello, les dijo que era un nombre muy largo para la guita que tenían y les propone el nombre de Huracán, pero sin la H.
El de remera verde me miró asombrado. Yo lo miré poseído.
-Vos sabías que Huracán, como la ciudad de Buenos Aires fue fundado dos veces, pero que se reconoce la ultima, la del 1 de noviembre de 1908 y no la del 25 de mayo de 1903, eh lo sabías? Porque para echar a alguien así, porque sí de un barrio, hay que saber algo de algunas cosas, eh. Acá, acá a dos cuadras estaban los Mataderos del Sur de la Convalecencia, este barrio se llamó barrio de las Ranas, porque estaba lleno de ranas, también barrio de las Latas.
El viejo detrás del mostrador, me escuchaba y asentía mis dichos con la cabeza. Ni yo sabía por qué sabía esas cosas, pero no me importó y retomé mi ametralladora verbal.
-En este barrio vivió Guillermo Barbieri, el guitarrista de Gardel, que compuso “preparate pa’ el domingo” y el fascinante “Barrio viejo”. ¿Alguien se anima a cantarme algún verso del tango “Mano cruel”, que compuso un tipo de acá que se llamaba Tagini? Vamos muchachos, nosotros, los que venimos de Boedo, también amamos todo esto, nos separan unas cuadras. Homero Manzi para ustedes, Cátulo Castillo para nosotros. ¿Ustedes se creen que ellos se pelearían de esta forma grosera? No, ellos exaltarían las bellezas de sus barrios en un duelo poético. El tango Sur nos une. Tenés razón, (me dirigí nuevamente al de remera verde) hoy en la cancha, nos puteamos de lo lindo, y está bien que nos putiemos, eso es el folklore de todo esto, el folklore fabuloso del fulbo, lo que hace que cada vez que nos volvemos a enfrentar, estemos como locos toda la semana, más ansiosos que una quinceañera ante su primer novio. Eso es lo que hace que el fútbol no sea como el handball. El (lo señalé a Painito) él es mi amigo y nuestra amistad se enriquece con esta rivalidad. Enriquezcamos esto tan maravilloso que tenemos en la vida. Hagamos un terreno neutral llamado Toscano Rendo o Bambino Veira, para dialogar después de los partidos. Ustedes, los más viejos, se dieron el lujo de ver a FarroPontoniMartino, a Masantonio, a Veira, a Tucho Méndez, al inglés Babington, a Telch, a Guillermo Stábile. Qué daríamos por ver hoy las repentizaciones del loco Houseman o la bicicleta del lobo Fischer, daríamos lo que no tenemos...
El bar se quedó en silencio. El viejo detrás del mostrador lagrimeaba y eso me llenó de emoción. Los demás lo miraron conmovidos. Salió de atrás del mostrador y me abrazó con cariño.
-Tenés razón pibe, tenés mucha razón. Todo eso que vos dijiste, lo decía mi viejo, así hablaba mi viejo. Para él, los de allá, los de Boedo, no eran enemigos, eran simplemente los gallegos.
Después los miró a todos y les preguntó:
-A ver, alguno sabe cuántos goles hizo Herminio Masantonio, el máximo goleador de Huracán.
Uno que estaba sentado dijo dubitativo.
-Doscientos.
El Viejo lo desaprobó con la mirada, e inmediatamente me preguntó a mí con la certeza de que yo conocía la respuesta.
-¿Cuántos pibe?
-Doscientos cincuenta y cuatro -contesté sin pensar, como si alguien me lo hubiera susurrado al oído.
-Sí señor, doscientos cincuenta y cuatro -dijo con orgullo. Pibe vo volvé cuando quieras, éste, mi bar, es también tu casa.
-Grande Maracho -dijo Painito orgulloso de la nobleza del viejo dueño del bar.
-¿Maracho te llamás? -dijo el de remera verde con asombro.
-En realidad me llamo Daniel, pero para mis amigos soy Maracho.
-Hasta igual que mi viejo te llamás -dijo el viejo todavía emocionado.
Los feroces leones devenidos en amigables gatitos, me saludaron con un “chau Maracho” impregnado de un sincero cariño. Salimos del bar y nos adentramos en las tenebrosas garras de la avenida Caseros. Painito no podía salir de su emoción.
-Los mataste, los dejaste sin aire -me dijo con sus ojos brillando entre las sombras.
-No Painito, entendieron, sólo eso, entendieron.
Maracho

Dedicado a mi amigo Melian Paino