miércoles, 21 de octubre de 2009

Bohemia

Yo soy hincha de San Lorenzo, pero haberme rodeado desde chico por amigos fanáticos de Chacarita Júniors, generó en mí un enorme cariño por esa institución. Junto a ellos presencié innumerables partidos del funebrero, tanto en la B como en Primera División. Hasta en aquellos sábados hirientes de la primera C. Y digo hirientes, porque aún hoy, a pesar de todo, sigo sosteniendo que Chaca es de Primera por derecho propio.
Siempre cuento, por supuesto cuando ella no me escucha, una anécdota que viví una noche en La Bombonera metido en la hinchada tricolor. Chaca jugaba con Boca, y en el entretiempo silenciamos a la 12 a grito limpio. Nada menos que a la 12 y en su casa. También recuerdo un Chaca-Temperley, en el que un viejo se la pasó insultando a un tal Massotto, que jugaba para el Celeste del Sur, pero que había surgido de las entrañas del tricolor. El partido, que era una semifinal de octogonal de ascenso, se suspendió por incidentes, y el viejo no paró de gritarle desaforado el ya legendario: “Mashotto, ashí ganá lo partido vo”. Es mi frase favorita cuando se calientan los picados. Otras veces, le hice el aguante a Pipón, hoy uno de mis más persistentes detractores, en las transmisiones a todo pulmón de los partidos de Chacarita, que él relataba para una FM de San Martín.
Pero inexplicablemente, mis sentimientos cambiaron; provocándome un sinfín de desencuentros con mis amigos funebreros. Algunos durante mucho tiempo literalmente me ignoraron, como si mi locura fuera contagiosa. Aún cuando después, como corresponde, el paso del tiempo colocó a la amistad sobre todas las cosas.
Jamás creí en hechizos y gualichos; pero sí en el aura mágica que bordea a algunas personas. Un sutil embrujo que tambalea nuestro equilibrio, activando un brutal magnetismo hacia ese ser luminoso que nos subyuga. Es innegable que algún proceso psíquico revolucionó mis sentimientos a partir de la noche de mi dedo. Había perdido la brújula de mis días y me sumergía cada vez más en una pantanosa confusión.
Una noche, en una reunión en casa del Chizo, otro célebre funebrero, me desnudé en público. Pero lo mío fue un streap-tease emocional, una descarga fulminante de mi corazón en corto circuito.
Como un bólido suicida, comencé a decir a boca suelta que había sido cautivado por el barrio circundante a la cancha de Atlanta. Por supuesto, esto provocó el automático repudio de los funebreros presentes. Y digo “automático repudio” porque soy educado. Como dos vehementes generales, Pipón y el Chizo me apuntaron sus espadas. Te vamos a comprar los anteojos redonditos, me decían entre risotadas burlonas. Pero yo resistí, de pie, casi tan estoicamente como el Tambor de Tacuarí.
Pero más allá de ellos, comencé a buscar las razones de mi desvarío. El hecho de que San Lorenzo (para ese tiempo un ilustre homeless), en su loco deambular por estadios porteños, ese año actuara de local en la cancha de Atlanta, tal vez haya sido el motivo “racional” que justifique mi abrupto cambio de opinión sobre el club de Villa Crespo. Siempre fui un amante de la ciudad de Buenos Aires, de los barrios más arrabaleros y de sus fantasmas del pasado impregnados en las enmohecidas paredes de sus casas. Me resultaba mágico salir del estadio, caminar dos cuadras y toparme con la porteñísima Corrientes. La avenida Corrientes canta tangos en todas sus latitudes, y en sus confines, algunos de una melancolía infinita. Yo siempre había tenido de Atlanta una visión grotesca, ridiculizada por la rivalidad que enajenaba a mis amigos. Y tal fue la revolución en mis pensamientos, que empecé a soltar mis palabras sin temor, magnificando el folklore porteño y futbolero de su entorno.
Aun a mi pesar, y esto no hace más que confirmar la teoría de la pócima, fue a partir de la accidentada noche de mi dedo, en la que me enamoré definitivamente de ese barrio.
San Lorenzo enfrentaba a Racing de Córdoba. Era un miércoles a la noche y en esa época yo seguía al Ciclón con unos compañeros, que eran tan hinchas de San Lorenzo como vándalos. Para ellos estaba prohibido pagar entrada. En todas las canchas conocían algún ardid para eludir las boleterías. Y en Atlanta, la “gambeta” se ensayaba desde la estación Paradero Chacarita.
Hacía el final de los andenes había un paredón altísimo, lindante con la cancha. Los ladrillos sobresalían, así que trepábamos fácilmente y haciendo equilibrio caminábamos unos metros por la cornisa. Luego descendíamos por un alambrado oxidado que nacía al otro lado de la pared, y desde allí, temerariamente nos arrojábamos al vacío (unos veinte metros), cayendo detrás de los tablones de la tribuna local.
Pero esa noche, la noche de mi dedo, cuando estábamos en la cima del paredón, a punto de saltar, un hombre muy corpulento emergió desde un recodo que se formaba con una pared interna del estadio. Llevaba un espeso bigote y un revólver en la mano. Gritaba: ya van a ver colados de m..., apuntándonos desde abajo. Debíamos elegir entre tirarnos detrás de la tribuna, donde el hombre no tenía acceso, pero implicaba desobedecerlo y desatar su reacción, ó volver atrás y bajar el paredón de la estación. Eso era lo más seguro, pero significaba la herejía imperdonable de pagar entrada.
Para mi desgracia, a mi lado estaba Germán, el más descerebrado de todos, que en actitud desafiante lo insultó y a las carcajadas se largó por el alambrado. Yo lo seguí, aun esperando el estruendo del balazo a mis espaldas. Entorpecido por los nervios, enganché uno de mis dedos en el alambrado. Pero tenía tanto miedo, que no me di cuenta y me lancé igual al vacío. Ya en el perímetro del estadio, me sentí a salvo y corrí hacia la tribuna.
Pero inmediatamente me percaté de que mi dedo sangraba y que el tajo que se había abierto en la piel era bastante profundo. Intenté hacerme un vendaje con un pañuelo, pero el flujo de sangre no se detenía. Mi preocupación iba en aumento, pero para mis amigos me convertí en una molestia. El partido estaba por comenzar, la adrenalina tambaleaba las tribunas y eso era lo único que les importaba.
Así fue que me quedé solo y sangrando. La gente me miraba impresionada, poniendo distancia. Me acerqué a un policía, que con desgano me derivó a una enfermería interna del club. El borbotón de sangre emergiendo desde la herida, me ponía cada vez más nervioso, borroneándome los rostros y el paisaje.
En la enfermería, una joven rápidamente me atendió. Sus cabellos soleados se derramaban sobre sus frágiles hombros, que parecían extraviarse dentro de un guardapolvo verdecito. Sin vacilar me inyectó la antitetánica, mientras anunciaba graciosamente que iba a hacerme un vendaje; pero que después debía ir a la guardia del Hospital Durand para que allí me cosieran. De forma inesperada, posó sus ojos de miel sobre los míos y me dio un beso en la mejilla. El suave roce de sus labios sobre mi piel aquietó definitivamente mis nervios. La infinita dulzura de sus ojos penetró mi sangre como una deliciosa anestesia. Desde la ventanilla del taxi que me llevaba al Hospital Durand, las luces misteriosas de la noche parecían prolongar en la ciudad infinita el brillo de sus retinas.
Me dieron tres puntos de sutura. En todo momento sostuve que me había cortado con el alambrado olímpico. Salí del hospital y abordé otro taxi de regreso a la cancha, con la idea de reencontrarme con mis amigos.
Pero el partido había terminado y nadie rondaba los alrededores. Todo permanecía solitario e inmóvil. Tuve la inequívoca certeza de que el universo anclaba bajo el dócil alumbrado de la calle Humbolt. Me eché a caminar. Extrañado, observé el vendaje en mi dedo, casi no podía recordar lo sucedido; toda mi existencia era sólo una nota más en la sinfonía misteriosa de la noche. La ciudad abría puertas mágicas a mi paso e ingresé en el fascinante laberinto de calles que rodean al estadio.
Y desde esa noche me hice admirador apasionado del barrio. Y desde esa noche mis sentimientos cambiaron. Y también desde esa noche, comencé a pensar en Atlanta obsesivamente.
Y día tras día, mis suicidios públicos continuaron.
Inconforme con el escándalo en la casa del Chizo, volví a reconfirmar en casa de Pipón que después de San Lorenzo, mis simpatías futbolísticas caían sobre Atlanta. Ante mi reincidencia en la locura, no dudaron en acusarme de traición, y me sometieron a un interrogatorio cruel orientado a encontrar los motivos de “semejante desvarío”. Dos chicas a las que no conocía, a partir de mi confesión absurda, no cesaron de escrutarme con ojos de odio, con pupilas criminales bajo su riguroso flequillo stone. Pipón vomitó su bronca con un Atlanta es de la B como San Lorenzo, cobarde afirmación que desnudó su plumífero corazón de hincha de River, su otra pasión; ya que ésa es una burla, que los cuervos sólo recibimos de los tres grandes vírgenes de descensos: Boca, River e Independiente.
Me fui quedando solo. Mis amigos de Chacarita me despreciaban y a los de San Lorenzo, después de que me abandonaron a mi suerte, también comencé a evitarlos.
Pasaba muchas horas solo, sumergido en tortuosas cavilaciones.
Al cabo de algunos días, durante una anodina tarde de sábado, la angustia se me volvió intolerable. Me sentía profundamente deprimido, sin motivo, y la sensación de ahogo dentro de mi casa, me empujó por la fuerza hacia la calle. Caminé unas cuadras sin rumbo y mecánicamente me subí a un 71. Llámenlo compulsión, llámenlo como quieran, pero me bajé en la cancha de Atlanta. Un partido estaba por comenzar. Saqué mi entrada y me acomodé en la tribuna local, de espaldas a Corrientes. Si bien sabía perfectamente en el lugar en el que me hallaba, no podía evitar una melancólica sensación de extravío. Sentía que me alejaba de mí mismo. Atlanta jugaba con un equipo de camiseta blanca y el partido no logró interesarme en ningún momento. Y después del pitazo que dio por finalizados los primeros 45 minutos, bajé a comprarme una gaseosa.
Mientras pagaba, por los altoparlantes escuché mi nombre. Sorprendido, me detuve y presté atención a lo que decía la Voz del Estadio, que las eléctricas frituras del sonido transformaban en la de un monstruo indefinible. Alguien solicitaba mi presencia en la puerta 3 de plateas altas, sobre la calle Humbolt. ¿Quién podría estar buscándome? Justo a mí, que me sentía un perfecto extraño en esa cancha, junto a una hinchada desconocida, a la que defendía casi irracionalmente.
Caminé hacia la puerta de salida de la popular y le dije al control que me estaban llamando por la Voz del Estadio, que alguien esperaba por mí en la entrada de plateas altas. Prometió dejarme reingresar. Desde ese mismo lugar había salido ensangrentado hasta la enfermería del club, la noche en que me había cortado el dedo. Me pegué al paredón de las plateas y caminé hasta la puerta 3. Al divisar el cartel que la identificaba me detuve, esperando ansioso a la persona que había requerido mi presencia. Ninguna cara me resultaba familiar, lo cual era lógico: nunca antes había ido a ver Atlanta. El absurdo se potenciaba. ¿Una broma? Era improbable. Cuando estaba convenciéndome de que nadie vendría a mi encuentro, una chica se me acercó y me tomó del brazo pronunciando mi nombre.
Era rubiecita, de jeans rotosos y lucía una camiseta de Atlanta anudada a la altura del ombligo, que dejaba su panza chata a merced de la tarde. Al ver sus ojos de miel la reconocí enseguida: era la enfermera del club que me había asistido la noche en que me había cortado el dedo. La del beso maravilloso y los ojos inolvidables.
-¿Te acordás de mí? –me dijo con una sonrisa que amplificó sus dulces rasgos.
-Sí, de la enfermería -le dije con sorpresa.
Afirmó con la cabeza y mecánicamente nos largamos a caminar. Su nombre era Melina y me pareció el más apropiado para su rostro. Sin que yo le preguntara nada, me contó que vivía muy cerca, en la zigzagueante calle Susini.
-Y vos, ¿cómo te acordaste de mí? ¿Cómo sabías que yo estaba en la cancha?
En sus ojos relampagueó una fugaz picardía, pero no me respondió. Caminamos algunas cuadras y salimos a la Avenida Dorrego. Nos sentamos en una pequeña plazoleta. La tarde de sábado desparramaba sombras y se afirmaba en colores nítidos. A nuestras espaldas hervía el bullicio del estadio.
-Yo sabía que ibas a venir –me miró a los ojos de forma intensa pero a la vez inexpresiva, con cierta tristeza.
-¿Che, no me habrás atado un hilito invisible aquella noche? –le dije buscando romper con una broma su ceremoniosidad.
-Y de alguna forma sí -la intensidad de sus ojos se volvió irresistible-, porque aquella noche en que yo te atendí en la enfermería del club, te inyecté las dosis B y C de la pócima que inventó mi papá.
Solté la tensión con una risa corta. Ella se puso muy seria.
-Pero Melina, no necesitabas inyectarme ninguna pócima para que quisiera volverte a ver. Sos muy linda, te diría demasiado para mis aspiraciones.
Su rictus no se distendía.
-Pero no es sólo eso. ¿No te sentiste extraño últimamente?
-Y sí..., todavía no sé por qué vine hoy a esta cancha.
-¡Viste, viste que tengo razón! –dijo de forma aniñada-. Mirá, detrás de todo esto hay una historia, una historia de la que te hice parte. Mi papá murió hace un año, fue la tristeza más terrible de mi vida. Por eso yo decidí llevar adelante su plan maravilloso. Él era médico, uno de los más importantes del país. Pero era un soñador, un auténtico “bohemio”. Nosotros nunca tuvimos mucho dinero, porque él siempre trabajó en hospitales públicos. Y su pasión, más allá de la medicina, fue siempre Atlanta. Él sostenía que Atlanta estaba llamado a la grandeza, al Olimpo del fútbol. En casa se reunían Osvaldo Miranda, Luis Medina Castro y un montón de figuras importantes de todos los órdenes de la sociedad. Todos bohemios rabiosos como mi papá. Eran una logia, sí, una verdadera logia, y todos compartían las investigaciones que él llevaba adelante. Muchos empresarios lo han financiado de forma secreta. Y yo lo ayudé en todo y cuando murió, le prometí seguir con el proyecto, al que sólo le faltaban pequeños detalles operativos. Y bueno, ¡cómo vez, como vos mismo lo comprobaste, funciona!
-¡¿Qué..., lo de la pócima esa que me dijiste?! –abruptamente recordé los conflictos con mis amigos de Chacarita, pero rehuí a ese pensamiento. Su aspecto débil y la dorada tarde que nos envolvía, me inmunizaba de absurdos. Deseé escuchar nuevamente las armonías crepusculares de su voz. Sin embargo, ella continuaba nerviosa, ensimismada.
-Pero con vos fue distinto. Ni siquiera me gustaste de primera impresión, no sé..., cuando te vi tan asustado, decidí no aplicarte la dosis completa en la antitetánica. La dosis A suprime cualquier simpatía futbolística, la dosis B activa el sentimiento incontrolable hacia Atlanta y la dosis C es un refuerzo que elimina de forma definitiva sentimientos hacia el club Chacarita Júniors. Todo esto explica tu compulsión de venir hoy aquí. A vos sólo te apliqué las dosis B y C. Por eso al no aplicarte la dosis A, es que tu cariño por San Lorenzo sigue intacto. Todos los días, en el Hospital Durand donde trabajo de enfermera, inyecto las tres dosis en la sangre de transfusiones y cada sábado, son más los que vienen sin saber por qué a nuestra cancha. Mi papá desde el cielo debe sonreír, el negro Medina Castro debe sonreír. Papá tenía razón: el sentimiento hacia un club de fútbol tiene un fundamento biológico, esos genes son manipulables, modificables. Ese fue su gran descubrimiento.
-Melina, la verdad... yo... –sus palabras me habían turbado.
Melina me tomó de la mano y me empezó a contar que en su casa de la calle Susini, celosamente guardados y clasificados, tenía todos los apuntes de su padre. Que existía la posibilidad de un desarrollo mayor de los efectos de la pócima. Yo no podía creer semejante delirio, pero lo real era que mis sentimientos hacia Atlanta eran verdaderos e inequívocos, desde aquella noche en que Melina me atendió en la enfermería del club.
Ella volvió a hablar, su voz resurgía luminosa.
-¿Por qué Boca y River sólo tienen que ser grandes? ¿Por qué Atlanta no puede salir campeón del mundo? Nosotros somos tan hinchas como ellos. Nosotros también tenemos sentimientos. Puedo llegar aceptar cualquier injusticia social, cualquier iniquidad, pero ésta no. Vas a ver que voy a llegar lejos. Atlanta va ser el más grande, el más grande de todos –dijo con vehemencia y las lágrimas encendieron minúsculos diamantes en sus pupilas.
La abracé. Su fanatismo la cegaba, pero era una criatura adorable. Entre sollozos y al oído, me dijo que me amaba, que me amaba desde la noche de mi dedo sangrante. Que había estado toda la tarde esperándome. Su corazón convulsionado tambaleaba sus dulces palabras, la tarde agónica.
-Por amor no te apliqué la dosis A. Pero si querés, ahora mismo te puedo dar los antídotos para las dosis B y C. Ahora mismo, si vos me lo pedís.
-Pero Melina....
-Sólo tenés que pedírmelo...
La besé. El viento hamacaba los gritos que se escapaban desde el estadio. Las primeras luces encendían tímidamente la Avenida Dorrego. Nunca hubiese imaginado que ésa era la primera tarde de nuestro gran amor. De Franco y de Agustina, nuestros dos hermosos hijos, que aman tanto a su mamá y a su papá, como a Atlanta y a San Lorenzo.
-Sólo te pido algo –la miré a los ojos.
Ella me devolvió la mirada con temor.
-Sea verdad o sea mentira lo de la pócima, lo de la pócima esa, lo único que te pido es que jamás la apliques en hinchas de San Lorenzo.
-Prometido –me contestó aliviada, y se secó las lágrimas con la camiseta de Atlanta que desanudó de su cintura.



Maracho

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