Hacía una semana que el llamativo colectivo era también sereno paisaje de Jáuregui. Era de un aguado color azul y había pertenecido a la línea 6 (en el redondeado letrero superior, debajo de la pintura blanca, se transparentaban unas letras negras que decían: POMPEYA 6 RETIRO). Daban la impresión de haber sido cubiertas sin demasiado entusiasmo. Aún estaba entero, sostenido dignamente sobre sus patas de caucho y con su bonachona sonrisa de Mercedes Benz 1114. Parecía haber eludido el desgaste lógico del tiempo y la inevitable erosión que provocan los barrios al atravesarlos. Los cromados encendían brillos en sus extremos, reflejaban el sol tibio de Jáuregui y devolvían estrellas relampagueantes.
Es de un rubio, de esos rubios fallados, le dijo Lupini a Rivelino, hace como una semana que se mudó al barrio, es medio raro, casi no sale a la calle. Parece gringo. Lupini opinaba que no era mala idea hablar con el Rubio y alquilárselo para ir a ver al Canario a la cancha de Dock Sud. La última vez que Flandria había jugado fuera de su estadio, el Carlos V, debieron ir en varios autos y el Valiant de Cabaret se había descompuesto apenas pisó la ruta 5, mientras la Fuego de Osvaldo Mamberto buscaba un hueco cerca de la cancha de Excursionistas. Así no se puede, para ascender a la B tenemos que estar todos juntos, fue la sentencia del reencuentro en el club Timón.
Eran una barra de toda la vida. Ahora promediaban los cuarenta, pero desde chiquitos habitaban las calles de Jáuregui. El único que se había mudado de su casa natal era Osvaldo Mamberto, que por su mejor situación económica, habitaba ahora una portentosa propiedad en la avenida Los Hilanderos, un bulevar con palmeras por el que se ingresa al pueblo desde la ruta 5. Un “desarraigo” de apenas cinco cuadras. Desde siempre iban juntos a ver a Flandria y con orgullo le vomitaban a cualquier eventual chicaneador: de Flandria y de ninguno más, Canario hasta la muerte. Con la certeza de que el club de sus amores, ganara o perdiera, representaba la totalidad de sus emociones futbolísticas. Los representaba a ellos mismos.
El sábado, después del almuerzo, se juntaron en el club Timón para partir hacia el Doke. Pero esta vez Lupini tenía una sorpresa: había alquilado el colectivo del Rubio. Todos festejaron con algarabía la noticia. Por fin iban a poder ir juntos a la cancha. En el colectivo podrían charlar despreocupados del manejo y de mantener los autos en caravana para no perderse.
-Es la mejor idea que tuviste en toda tu vida –le dijo Osvaldo abrazándolo a Lupini.
-Viste que para algo servía el adoquín éste –Cabaret gritó esquivando el manotazo de Lupini.
A las dos de la tarde apareció el colectivo en la puerta del club Timón. Dos bocinazos sordinados retumbaron una melancólica alegría. Subieron cantando las canciones de la tribuna. Conejito, era el más pibe de la barra, tenía 23 y era hermano de Rivelino. Como acostumbraba llevó a su novia Marisa, a la que por decreto habían hecho fanática de Flandria, a pesar de que vivía en Luján y su corazón había nacido Lujanero, el eterno rival del Canario. El amor es evidentemente más fuerte. Al colectivo rápidamente lo bautizaron “la albóndiga”, por sus terminaciones redondeadas. El Rubio, que tenía intrigado a todos, llevaba en la boca una mueca de eterna sonrisa, como si siempre estuviera recordando algo gracioso. Los muchachos lo observaban con curiosidad por el espejo que cubría toda la parte alta de la cabina, en el que más atrás en la imagen, también se reflejaban ellos mismos.
-Che Rubio, ¿vos no serás hincha de Luján como la prometida del Conejito, no? –gritó Cabaret recibiendo el inmediato repudio de Marisa, la acusada.
El Rubio levantó los ojos y lo miró por el espejo.
-Yo soy de Huracán y de Sacachispas.
-Tenés todas las desgracias juntas, solo te falta tener diabetes –descargó Cabaret.
En la cara del Rubio la mueca de sonrisa se potenció. La carcajada general estalló confundida entre los ruidos de la calle, que se metían por las ventanillas abiertas.
-Si lo hubiera visto don Julio, se lo llevaba para Bélgica -insistió Cabaret ensañado con el Rubio.
Don Julio Steverlynck era palabra superior en ese pueblo del norte de Buenos Aires. Originario de Vitche, Bélgica; había fundado la Algodonera Flandria, que dio vida e identidad al pueblo de Jáuregui, también llamado Villa Flandria; además de ser junto a muchos entusiastas vecinos, el gran impulsor de la institución deportiva, para que el personal tuviera un lugar donde practicar deportes, propiciar la cultura intelectual y unir a las familias. Y a pesar del canibalismo fabril del país, el club sobrevivió a la desaparición de la algodonera, y continuaba latiendo en él, el espíritu progresista del visionario belga.
-Che qué lindo lo tenés al bondi –le dijo Lupini.
El Rubio, que se llamaba Mario, contó que él mismo lo había manejado en la línea 6 y cuando, por ser modelo 1970, debió retirarlo de la empresa, no quiso cambiarlo, ya que era un colectivo muy especial.
-Y sí, está lindo che –confirmó Osvaldo, acomodando su metro ochenta y cinco en los asientos plastificados de cuerina ribeteada multicolor.
Finalmente llegaron a la cancha de Dock Sud. Y el partido fue un banquete de alpiste para el Canario. 5 a 0 rotundo. Se subieron a la albóndiga y volvieron a Jáuregui rebosantes de alegría. El sábado jugaban con Midland y se podían prender. Mientras el sol se desbarrancaba a pique sobre el oeste, bajaron del micro en la puerta del club Timón. Se despidieron con besos y abrazos.
Dos horas más tarde se reencontraron en la puerta de la casa de Lupini, autoconvocados y portando inocultables gestos de desconcierto en sus rostros. Se miraban perplejos, buscando alguna explicación medianamente lógica a lo que habían visto esa misma tarde. Lo que habían protagonizado ellos también desde la tribuna.
-En todos lados dicen que perdimos dos a uno. Es más, mi mujer dice que nos enfientasmos todos con la Marisa y que por la cancha ni aparecimos. Nadie nos vio, no estuvimos en al Docke. ¿Qué carajo está pasando? –Cristian caminaba por el living de Lupini mientras todos lo escuchaban aturdidos.
-Che loco un poco más de repeto –reaccionó Conejito´, tarde y airadamente.
Los muchachos lo observaron un instante y rápidamente lo ignoraron.
-Yo no sé que pasó. Pero todos vimos lo mismo, todos gritamos los goles del Bambi Caricati y del Cacho Pondal o yo estoy loco –dijo Rivelino desencajado.
-Sí, los gritamos, pero los goles no existieron, no-e-xis-tie-ron –Osvaldo naufragaba en las oscuras aguas del absurdo, chapaleaba buscando algún remoto vislumbre de coherencia, exprimiendo su cerebro acostumbrado a las cuentas rápidas.
La sensación de irrealidad los carcomía, como la plaga de ardillas que desde hacía años tenía amenazado al poblado de Jáuregui. Los roedores, que habían sido traídos al país por don Julio Steverlynck, devoraban cables de teléfonos y de lo que fuera y tenían amenazada a la mismísima Ciudad de Luján.
-El Rubio ése debe tener algo que ver, no te olvides que es la primera vez que vamos con él a la cancha –saltó Cabaret enardecido.
-Sí, vamos a verlo. Yo no sé si él sabrá algo, pero bueno, fue con nosotros –Osvaldo avaló la idea de Cabaret.
Rápidamente recorrieron las dos cuadras hasta su casa. El colectivo silencioso descansaba sobre el asfalto. La casa era blanca y sencilla, tipo americana. Tocaron el timbre y el Rubio abrió la puerta. Su sonrisa, como siempre, lucía engarzada entre sus labios.
-Mirá Mario, pasó algo raro –le dijo Lupini con gesto grave ante el silencio ansioso de su comitiva.
Los invitó a pasar, balbuceando un sí, ya sé, ya sé... casi imperceptible. Arribaron a una sala pequeña, donde permanecieron todos de pie. Los segundos eran abismos. El Rubio comenzó a hablar pausadamente, como si no sintiera la presión de su audiencia.
-Miren muchachos, está en Uds. creer o no. Pero bueno, yo les dije que el colectivo era un colectivo especial. En el motor hay dos dínamos conectados. Uno es de la alegría, de la ilusión..., de los sueños imposibles (dijo iluminado) y otro, de la tristeza, de la frustración.
Los muchachos lo miraban con ojos inquisidores. Las palabras pronunciadas por el blondo acarreaban más absurdo al desconcierto. Ansiaban una explicación ó cualquier cosa que se le pareciera. El Rubio continuó:
-Ustedes hoy, al subir con tanta ilusión a mi colectivo, con tanto compañerismo, activaron el dínamo derecho, el de los sueños. Por eso Flandria ganó, aunque en realidad perdió ¿perdió no? No importa, no importa como haya salido, lo que importa es que el partido que Ustedes vieron, fue el que todos querían ver.
-O sea que estamos todos locos –vomitó Osvaldo, muy poco afecto a los delirios.
-Y…, si estar loco es cumplir los sueños, sí, estamos todos locos –los ojos invernales del Rubio se tiznaron de un brillo mágico.
-Y vos como descubriste las dínamos ésas –Osvaldo hizo de paso, alarde de su conocimiento acerca del género femenino de la palabra dínamo.
-Las dínamos o las pelotas, Osvaldito. Lo que importa es por qué todos nosotros vimos a Flandria ganar –Cristhian lo fusiló fastidiado.
El Rubio los miró con soslayo, y retomó la palabra.
-Yo le voy a explicar. Al poco tiempo de comprar el colectivo, todos mis sueños comenzaron a cumplirse. En principio lo adjudiqué a una racha de suerte, a una buena racha. Hasta que descubrí el funcionamiento de los dínamos. Yo disfrutaba de esa alegría aun cuando no fuera real. Pero...(se puso como melancólico), bueno ustedes deben disfrutar de sus sueños. Estos dínamos son maravillosos. Yo estuve mucho tiempo para descubrirlos. Y jamás permití que el colectivo fuera tocado por mecánico alguno. Y discúlpeme (dirigiéndose a Osvaldo), pero a mí me gusta más decir los dínamos. Siempre se los llamó así. Aparte suena feo, en Pompeya había un grupo de chicas corpulentas que cantaban en los bailes de la Avenida Sáenz, se llamaban “Las Dínamos”, era de esos grupos que cantan poniendo un disco, que sólo bailan y hacen mímica.
El diálogo con el Rubio, los hundió aún más en el desconcierto. Se fueron más confundidos de lo que estaban al llegar. Después de esa noche de disparate, sus vidas continuaron empantanadas en una pegajosa sensación de irrealidad. Al sábado siguiente fueron al estadio Carlos V y Flandria perdió con Midland 0-2. Los conocidos los bromeaban con la escapada que se habían mandado el sábado pasado, con el versito a sus mujeres de que iban al Docke a ver el partido. Los palmeaban con complicidad y ellos no sabían que responder. Sin embargo y a pesar de todo, decidieron ir hasta Cañuelas con la albóndiga. Y llevarían a sus mujeres y a sus hijos para que les crean.
Y Flandria volvió a golear, a pesar que para los diarios había empatado con Cañuelas. Y a partir del sábado siguiente comenzaron a ir al Carlos V en la albóndiga. Una vez que todos subían, el Rubio Mario sacaba el colectivo a la ruta para activar las dínamos y regresaba al pueblo para recién ir a la cancha. Y si bien nadie los veía en las tribunas, ellos estaban. A la vuelta, la radio del colectivo les indicaba el rival de la fecha siguiente. Eran absolutamente conscientes que ésa no era la realidad, pero las luces encandilantes de la ilusión se les volvían irrenunciables. Flandria ascendió a primera B, división que atravesó como un rayo cortando cabezas. Luego al Nacional B, en el que en final emocionante se lo sacó del buche a Quilmes y la locura: “el Canario en primera de la mano del viejo colectivo de la línea 6”.
Vivian el sueño con alegría. Era un secreto que no contaban a nadie y sólo de vez en cuando había que desmentir a alguno de sus niños, que relataba en el pueblo hazañas de Flandria que la gente nunca había visto. Los chicos fantasean rápidamente agregaban y el diálogo volvía a los carriles normales. Y después de ganarle a Boca en la Bombonera con un golazo de antología del Bambi Caricati, que se eludió hasta al banco de suplentes xeneixe, después de humillar a Racing y a Chacarita entre otras hazañas y de empatar, vaya a saber que temor colectivo impidió la victoria, con Independiente, con Huracán (le echaron la culpa al Rubio), con San Lorenzo, un golazo del Cacho Pondal selló el marcador y con Rosario Central; llegaron a la última fecha a jugar con River, quien tenía un punto menos que Flandria en la tabla de posiciones. Sólo un empate y la gloria. El ansiado match, según la radio del colectivo, se jugaría en el Monumental de Núñez.
Esa semana fue eterna. El campeonato de primera división estaba a un paso, a un pequeño estirón de ilusión. Flandria Campeón. Flandria sobre Boca y River. Flandria en su hora más gloriosa. Sí, sabían que era un sueño, pero sus hijos después de ver tanta gloria canaria, jamás se harían de otro cuadro. Jamás. Llevarían es sus retinas la vuelta olímpica en el Monumental para toda su vida.
El sueño era una maravillosa locura.
Ese mediodía se juntaron en la casa de Lupini. Decidieron no hacerlo más en el club Timón para evitar preguntas embarazosas. Estaban todos y esperaron ansiosos la llegada del Rubio con la albóndiga de los sueños. Hacía más de tres meses que lo hacían (evidentemente el tiempo de los sueños era más vertiginoso que el real) y ya era un rito. Pero los minutos corrían y la albóndiga no aparecía. Partieron en procesión hacía la casa del Rubio. Al llegar, el escozor les paralizó el corazón: el colectivo no estaba, no estaba estacionado en la puerta.
El Rubio apareció súbitamente desde la otra esquina. Lucía desesperado.
-Se lo llevaron, se lo robaron. Dos tipos me encañonaron y se lo llevaron.
-¿Adónde? –preguntó Osvaldo a los gritos.
El pánico heló las almas.
-No te está diciendo que se lo robaron ¿cómo va a saber adónde? –le gritó nervioso Cabaret.
La policía respondió como siempre, con más problemas que soluciones. Cuando volvieron a la casa de Lupini, Osvaldo emergió de su tristeza con una idea descabellada: ir igual al Monumental en los autos, capaz, quién no te dice...
Sin entusiasmo fueron hasta Núñez. De alguna manera querían enfrentar a ese coloso de cemento, en el que los tendría que estar esperando la gloria absoluta. Pero se encontraron con que River jugaba con Talleres de Córdoba.
Sumergidos en una pesada angustia y con las manos vacías, cruzaron Udaondo y se sentaron sobre el césped que bordea los pilotes del puente Ángel Labruna. La gente batía sus banderas rojiblancas con entusiasmo.
-El colectivo no aparece más, para el bien o para el mal, los chorros habrán ido a algún lugar del que no van a volver. O lo desarman y los dínamos los desechan porque en apariencia no sirven para nada –dijo el Rubio mordiendo un pasto con desencanto.
-Sí todos quieren lo mismo, ya deben estar disfrutando del sueño de ser millonarios –dijo Lupini con envidia.
-Esto fue una alucinación colectiva, muchachos, una alucinación co-lec-ti-va -Osvaldo remató abrazando a su hijo Matías, que buscaba safarse de los brazos de su padre para volver a jugar con los otros niños.
-Una colectiva que... –preguntó Cabaret fastidioso.
-Una alucinación colectiva de todos, bestiún –Lupini lo fusiló con toda su bronca.
-Y ahora, sólo nos queda pedirle a la Virgen de Luján para que nuestros hijos no se hagan de otros cuadros –dijo Cabaret con desilusión.
-Yo a la Virgen ésa no le pido nada, porque es de Luján –Vomitó Rivelino.
-No seas animal. Hay que convencer a los muchachos, a los jugadores, hay que convencerlos de que son los mejores, Caricati va a ser mejor que Maradona; hay que salir a buscar tipos que quieran meter guita en al club. Eso hay que hacer, lo que hizo don Julio. Nosotros vivimos toda esta gloria en nuestros sueños, pero ¿por qué no hacerla realidad? –Lupini se iluminaba con su arenga.
El Rubio lo miró con ojos de aprobación.
-Los sueños sólo son presumidos, pero si uno los corteja con pasión ellos terminan cumpliéndose. Eso fue lo que me enseñaron los dínamos.
-Sí, hay que meter, vos Osvaldo tendrías que postularte a presidente, vos sos una luz con los números, no nos pasás a nosotros porque somos tus amigos, qué si no –a Cabaret también le brillaban los ojos.
Osvaldo se puso de pie, hizo un silencio profundo y arrancó con vehemencia.
-Los verdaderos clubes grandes somos los que estamos en el ascenso. Esto es amor por la camiseta, este sueño nuestro de venir hasta acá, esta locura nuestra de ver a Flandria en el cenit. Andá, pará a cualquiera de esos pibes que entran al gallinero, andá y pregúntenle quién fue Di Stéfano, si le preguntás por Onega piensan que es un reloj a cuerda. Ellos son hinchas porque salen campeones siempre, pero cuando no salen empiezan a cacarear. ¿Qué tendríamos que decir nosotros, que nos pasan dos segundos por la tele?, si nos pasan. Esto es amor por la camiseta viejo. Ellos serán clubes grandes, pero nosotros somos las hinchadas grandes. Yo les prometo que vamos a llevar a Flandria a lo más alto, porque tenemos temple y nuestros hijos lo van a ver grande como Flandria lo merece, como don Julio Stervelinck lo soñó y nuestra banda, la Rerun Novarun, el orgullo de Jáuregui, ejecutará la marcha del triunfo, los acordes jubilosos de nuestra ansiada gloria –Osvaldo se paró y los miró a todos como si ya fuera el presidente.
-¡Osvaldo Mamberto presidente nomás! ¡Y Flandria campeón carajo! –gritaron todos emocionados y lo abrazaron con afecto, con ilusión.La gente los ignoraba. Sus voces se perdían entre los gritos emergentes del estadio y el zumbido de los motores que corrían endemoniados por Lugones, componiendo un inconfundible ruido a mundo. Ni ellos mismos podían escuchar un sonido nuevo de la tarde, un sonido distinto que amanecía en sus corazones, y que iba aumentando, como si las rebeldes ardillas del viejo Stervelynck movieran sus patitas sobre los fantásticos rotores de la esperanza, para echar a andar otras dínamos, que arrancaban lentamente.
Es de un rubio, de esos rubios fallados, le dijo Lupini a Rivelino, hace como una semana que se mudó al barrio, es medio raro, casi no sale a la calle. Parece gringo. Lupini opinaba que no era mala idea hablar con el Rubio y alquilárselo para ir a ver al Canario a la cancha de Dock Sud. La última vez que Flandria había jugado fuera de su estadio, el Carlos V, debieron ir en varios autos y el Valiant de Cabaret se había descompuesto apenas pisó la ruta 5, mientras la Fuego de Osvaldo Mamberto buscaba un hueco cerca de la cancha de Excursionistas. Así no se puede, para ascender a la B tenemos que estar todos juntos, fue la sentencia del reencuentro en el club Timón.
Eran una barra de toda la vida. Ahora promediaban los cuarenta, pero desde chiquitos habitaban las calles de Jáuregui. El único que se había mudado de su casa natal era Osvaldo Mamberto, que por su mejor situación económica, habitaba ahora una portentosa propiedad en la avenida Los Hilanderos, un bulevar con palmeras por el que se ingresa al pueblo desde la ruta 5. Un “desarraigo” de apenas cinco cuadras. Desde siempre iban juntos a ver a Flandria y con orgullo le vomitaban a cualquier eventual chicaneador: de Flandria y de ninguno más, Canario hasta la muerte. Con la certeza de que el club de sus amores, ganara o perdiera, representaba la totalidad de sus emociones futbolísticas. Los representaba a ellos mismos.
El sábado, después del almuerzo, se juntaron en el club Timón para partir hacia el Doke. Pero esta vez Lupini tenía una sorpresa: había alquilado el colectivo del Rubio. Todos festejaron con algarabía la noticia. Por fin iban a poder ir juntos a la cancha. En el colectivo podrían charlar despreocupados del manejo y de mantener los autos en caravana para no perderse.
-Es la mejor idea que tuviste en toda tu vida –le dijo Osvaldo abrazándolo a Lupini.
-Viste que para algo servía el adoquín éste –Cabaret gritó esquivando el manotazo de Lupini.
A las dos de la tarde apareció el colectivo en la puerta del club Timón. Dos bocinazos sordinados retumbaron una melancólica alegría. Subieron cantando las canciones de la tribuna. Conejito, era el más pibe de la barra, tenía 23 y era hermano de Rivelino. Como acostumbraba llevó a su novia Marisa, a la que por decreto habían hecho fanática de Flandria, a pesar de que vivía en Luján y su corazón había nacido Lujanero, el eterno rival del Canario. El amor es evidentemente más fuerte. Al colectivo rápidamente lo bautizaron “la albóndiga”, por sus terminaciones redondeadas. El Rubio, que tenía intrigado a todos, llevaba en la boca una mueca de eterna sonrisa, como si siempre estuviera recordando algo gracioso. Los muchachos lo observaban con curiosidad por el espejo que cubría toda la parte alta de la cabina, en el que más atrás en la imagen, también se reflejaban ellos mismos.
-Che Rubio, ¿vos no serás hincha de Luján como la prometida del Conejito, no? –gritó Cabaret recibiendo el inmediato repudio de Marisa, la acusada.
El Rubio levantó los ojos y lo miró por el espejo.
-Yo soy de Huracán y de Sacachispas.
-Tenés todas las desgracias juntas, solo te falta tener diabetes –descargó Cabaret.
En la cara del Rubio la mueca de sonrisa se potenció. La carcajada general estalló confundida entre los ruidos de la calle, que se metían por las ventanillas abiertas.
-Si lo hubiera visto don Julio, se lo llevaba para Bélgica -insistió Cabaret ensañado con el Rubio.
Don Julio Steverlynck era palabra superior en ese pueblo del norte de Buenos Aires. Originario de Vitche, Bélgica; había fundado la Algodonera Flandria, que dio vida e identidad al pueblo de Jáuregui, también llamado Villa Flandria; además de ser junto a muchos entusiastas vecinos, el gran impulsor de la institución deportiva, para que el personal tuviera un lugar donde practicar deportes, propiciar la cultura intelectual y unir a las familias. Y a pesar del canibalismo fabril del país, el club sobrevivió a la desaparición de la algodonera, y continuaba latiendo en él, el espíritu progresista del visionario belga.
-Che qué lindo lo tenés al bondi –le dijo Lupini.
El Rubio, que se llamaba Mario, contó que él mismo lo había manejado en la línea 6 y cuando, por ser modelo 1970, debió retirarlo de la empresa, no quiso cambiarlo, ya que era un colectivo muy especial.
-Y sí, está lindo che –confirmó Osvaldo, acomodando su metro ochenta y cinco en los asientos plastificados de cuerina ribeteada multicolor.
Finalmente llegaron a la cancha de Dock Sud. Y el partido fue un banquete de alpiste para el Canario. 5 a 0 rotundo. Se subieron a la albóndiga y volvieron a Jáuregui rebosantes de alegría. El sábado jugaban con Midland y se podían prender. Mientras el sol se desbarrancaba a pique sobre el oeste, bajaron del micro en la puerta del club Timón. Se despidieron con besos y abrazos.
Dos horas más tarde se reencontraron en la puerta de la casa de Lupini, autoconvocados y portando inocultables gestos de desconcierto en sus rostros. Se miraban perplejos, buscando alguna explicación medianamente lógica a lo que habían visto esa misma tarde. Lo que habían protagonizado ellos también desde la tribuna.
-En todos lados dicen que perdimos dos a uno. Es más, mi mujer dice que nos enfientasmos todos con la Marisa y que por la cancha ni aparecimos. Nadie nos vio, no estuvimos en al Docke. ¿Qué carajo está pasando? –Cristian caminaba por el living de Lupini mientras todos lo escuchaban aturdidos.
-Che loco un poco más de repeto –reaccionó Conejito´, tarde y airadamente.
Los muchachos lo observaron un instante y rápidamente lo ignoraron.
-Yo no sé que pasó. Pero todos vimos lo mismo, todos gritamos los goles del Bambi Caricati y del Cacho Pondal o yo estoy loco –dijo Rivelino desencajado.
-Sí, los gritamos, pero los goles no existieron, no-e-xis-tie-ron –Osvaldo naufragaba en las oscuras aguas del absurdo, chapaleaba buscando algún remoto vislumbre de coherencia, exprimiendo su cerebro acostumbrado a las cuentas rápidas.
La sensación de irrealidad los carcomía, como la plaga de ardillas que desde hacía años tenía amenazado al poblado de Jáuregui. Los roedores, que habían sido traídos al país por don Julio Steverlynck, devoraban cables de teléfonos y de lo que fuera y tenían amenazada a la mismísima Ciudad de Luján.
-El Rubio ése debe tener algo que ver, no te olvides que es la primera vez que vamos con él a la cancha –saltó Cabaret enardecido.
-Sí, vamos a verlo. Yo no sé si él sabrá algo, pero bueno, fue con nosotros –Osvaldo avaló la idea de Cabaret.
Rápidamente recorrieron las dos cuadras hasta su casa. El colectivo silencioso descansaba sobre el asfalto. La casa era blanca y sencilla, tipo americana. Tocaron el timbre y el Rubio abrió la puerta. Su sonrisa, como siempre, lucía engarzada entre sus labios.
-Mirá Mario, pasó algo raro –le dijo Lupini con gesto grave ante el silencio ansioso de su comitiva.
Los invitó a pasar, balbuceando un sí, ya sé, ya sé... casi imperceptible. Arribaron a una sala pequeña, donde permanecieron todos de pie. Los segundos eran abismos. El Rubio comenzó a hablar pausadamente, como si no sintiera la presión de su audiencia.
-Miren muchachos, está en Uds. creer o no. Pero bueno, yo les dije que el colectivo era un colectivo especial. En el motor hay dos dínamos conectados. Uno es de la alegría, de la ilusión..., de los sueños imposibles (dijo iluminado) y otro, de la tristeza, de la frustración.
Los muchachos lo miraban con ojos inquisidores. Las palabras pronunciadas por el blondo acarreaban más absurdo al desconcierto. Ansiaban una explicación ó cualquier cosa que se le pareciera. El Rubio continuó:
-Ustedes hoy, al subir con tanta ilusión a mi colectivo, con tanto compañerismo, activaron el dínamo derecho, el de los sueños. Por eso Flandria ganó, aunque en realidad perdió ¿perdió no? No importa, no importa como haya salido, lo que importa es que el partido que Ustedes vieron, fue el que todos querían ver.
-O sea que estamos todos locos –vomitó Osvaldo, muy poco afecto a los delirios.
-Y…, si estar loco es cumplir los sueños, sí, estamos todos locos –los ojos invernales del Rubio se tiznaron de un brillo mágico.
-Y vos como descubriste las dínamos ésas –Osvaldo hizo de paso, alarde de su conocimiento acerca del género femenino de la palabra dínamo.
-Las dínamos o las pelotas, Osvaldito. Lo que importa es por qué todos nosotros vimos a Flandria ganar –Cristhian lo fusiló fastidiado.
El Rubio los miró con soslayo, y retomó la palabra.
-Yo le voy a explicar. Al poco tiempo de comprar el colectivo, todos mis sueños comenzaron a cumplirse. En principio lo adjudiqué a una racha de suerte, a una buena racha. Hasta que descubrí el funcionamiento de los dínamos. Yo disfrutaba de esa alegría aun cuando no fuera real. Pero...(se puso como melancólico), bueno ustedes deben disfrutar de sus sueños. Estos dínamos son maravillosos. Yo estuve mucho tiempo para descubrirlos. Y jamás permití que el colectivo fuera tocado por mecánico alguno. Y discúlpeme (dirigiéndose a Osvaldo), pero a mí me gusta más decir los dínamos. Siempre se los llamó así. Aparte suena feo, en Pompeya había un grupo de chicas corpulentas que cantaban en los bailes de la Avenida Sáenz, se llamaban “Las Dínamos”, era de esos grupos que cantan poniendo un disco, que sólo bailan y hacen mímica.
El diálogo con el Rubio, los hundió aún más en el desconcierto. Se fueron más confundidos de lo que estaban al llegar. Después de esa noche de disparate, sus vidas continuaron empantanadas en una pegajosa sensación de irrealidad. Al sábado siguiente fueron al estadio Carlos V y Flandria perdió con Midland 0-2. Los conocidos los bromeaban con la escapada que se habían mandado el sábado pasado, con el versito a sus mujeres de que iban al Docke a ver el partido. Los palmeaban con complicidad y ellos no sabían que responder. Sin embargo y a pesar de todo, decidieron ir hasta Cañuelas con la albóndiga. Y llevarían a sus mujeres y a sus hijos para que les crean.
Y Flandria volvió a golear, a pesar que para los diarios había empatado con Cañuelas. Y a partir del sábado siguiente comenzaron a ir al Carlos V en la albóndiga. Una vez que todos subían, el Rubio Mario sacaba el colectivo a la ruta para activar las dínamos y regresaba al pueblo para recién ir a la cancha. Y si bien nadie los veía en las tribunas, ellos estaban. A la vuelta, la radio del colectivo les indicaba el rival de la fecha siguiente. Eran absolutamente conscientes que ésa no era la realidad, pero las luces encandilantes de la ilusión se les volvían irrenunciables. Flandria ascendió a primera B, división que atravesó como un rayo cortando cabezas. Luego al Nacional B, en el que en final emocionante se lo sacó del buche a Quilmes y la locura: “el Canario en primera de la mano del viejo colectivo de la línea 6”.
Vivian el sueño con alegría. Era un secreto que no contaban a nadie y sólo de vez en cuando había que desmentir a alguno de sus niños, que relataba en el pueblo hazañas de Flandria que la gente nunca había visto. Los chicos fantasean rápidamente agregaban y el diálogo volvía a los carriles normales. Y después de ganarle a Boca en la Bombonera con un golazo de antología del Bambi Caricati, que se eludió hasta al banco de suplentes xeneixe, después de humillar a Racing y a Chacarita entre otras hazañas y de empatar, vaya a saber que temor colectivo impidió la victoria, con Independiente, con Huracán (le echaron la culpa al Rubio), con San Lorenzo, un golazo del Cacho Pondal selló el marcador y con Rosario Central; llegaron a la última fecha a jugar con River, quien tenía un punto menos que Flandria en la tabla de posiciones. Sólo un empate y la gloria. El ansiado match, según la radio del colectivo, se jugaría en el Monumental de Núñez.
Esa semana fue eterna. El campeonato de primera división estaba a un paso, a un pequeño estirón de ilusión. Flandria Campeón. Flandria sobre Boca y River. Flandria en su hora más gloriosa. Sí, sabían que era un sueño, pero sus hijos después de ver tanta gloria canaria, jamás se harían de otro cuadro. Jamás. Llevarían es sus retinas la vuelta olímpica en el Monumental para toda su vida.
El sueño era una maravillosa locura.
Ese mediodía se juntaron en la casa de Lupini. Decidieron no hacerlo más en el club Timón para evitar preguntas embarazosas. Estaban todos y esperaron ansiosos la llegada del Rubio con la albóndiga de los sueños. Hacía más de tres meses que lo hacían (evidentemente el tiempo de los sueños era más vertiginoso que el real) y ya era un rito. Pero los minutos corrían y la albóndiga no aparecía. Partieron en procesión hacía la casa del Rubio. Al llegar, el escozor les paralizó el corazón: el colectivo no estaba, no estaba estacionado en la puerta.
El Rubio apareció súbitamente desde la otra esquina. Lucía desesperado.
-Se lo llevaron, se lo robaron. Dos tipos me encañonaron y se lo llevaron.
-¿Adónde? –preguntó Osvaldo a los gritos.
El pánico heló las almas.
-No te está diciendo que se lo robaron ¿cómo va a saber adónde? –le gritó nervioso Cabaret.
La policía respondió como siempre, con más problemas que soluciones. Cuando volvieron a la casa de Lupini, Osvaldo emergió de su tristeza con una idea descabellada: ir igual al Monumental en los autos, capaz, quién no te dice...
Sin entusiasmo fueron hasta Núñez. De alguna manera querían enfrentar a ese coloso de cemento, en el que los tendría que estar esperando la gloria absoluta. Pero se encontraron con que River jugaba con Talleres de Córdoba.
Sumergidos en una pesada angustia y con las manos vacías, cruzaron Udaondo y se sentaron sobre el césped que bordea los pilotes del puente Ángel Labruna. La gente batía sus banderas rojiblancas con entusiasmo.
-El colectivo no aparece más, para el bien o para el mal, los chorros habrán ido a algún lugar del que no van a volver. O lo desarman y los dínamos los desechan porque en apariencia no sirven para nada –dijo el Rubio mordiendo un pasto con desencanto.
-Sí todos quieren lo mismo, ya deben estar disfrutando del sueño de ser millonarios –dijo Lupini con envidia.
-Esto fue una alucinación colectiva, muchachos, una alucinación co-lec-ti-va -Osvaldo remató abrazando a su hijo Matías, que buscaba safarse de los brazos de su padre para volver a jugar con los otros niños.
-Una colectiva que... –preguntó Cabaret fastidioso.
-Una alucinación colectiva de todos, bestiún –Lupini lo fusiló con toda su bronca.
-Y ahora, sólo nos queda pedirle a la Virgen de Luján para que nuestros hijos no se hagan de otros cuadros –dijo Cabaret con desilusión.
-Yo a la Virgen ésa no le pido nada, porque es de Luján –Vomitó Rivelino.
-No seas animal. Hay que convencer a los muchachos, a los jugadores, hay que convencerlos de que son los mejores, Caricati va a ser mejor que Maradona; hay que salir a buscar tipos que quieran meter guita en al club. Eso hay que hacer, lo que hizo don Julio. Nosotros vivimos toda esta gloria en nuestros sueños, pero ¿por qué no hacerla realidad? –Lupini se iluminaba con su arenga.
El Rubio lo miró con ojos de aprobación.
-Los sueños sólo son presumidos, pero si uno los corteja con pasión ellos terminan cumpliéndose. Eso fue lo que me enseñaron los dínamos.
-Sí, hay que meter, vos Osvaldo tendrías que postularte a presidente, vos sos una luz con los números, no nos pasás a nosotros porque somos tus amigos, qué si no –a Cabaret también le brillaban los ojos.
Osvaldo se puso de pie, hizo un silencio profundo y arrancó con vehemencia.
-Los verdaderos clubes grandes somos los que estamos en el ascenso. Esto es amor por la camiseta, este sueño nuestro de venir hasta acá, esta locura nuestra de ver a Flandria en el cenit. Andá, pará a cualquiera de esos pibes que entran al gallinero, andá y pregúntenle quién fue Di Stéfano, si le preguntás por Onega piensan que es un reloj a cuerda. Ellos son hinchas porque salen campeones siempre, pero cuando no salen empiezan a cacarear. ¿Qué tendríamos que decir nosotros, que nos pasan dos segundos por la tele?, si nos pasan. Esto es amor por la camiseta viejo. Ellos serán clubes grandes, pero nosotros somos las hinchadas grandes. Yo les prometo que vamos a llevar a Flandria a lo más alto, porque tenemos temple y nuestros hijos lo van a ver grande como Flandria lo merece, como don Julio Stervelinck lo soñó y nuestra banda, la Rerun Novarun, el orgullo de Jáuregui, ejecutará la marcha del triunfo, los acordes jubilosos de nuestra ansiada gloria –Osvaldo se paró y los miró a todos como si ya fuera el presidente.
-¡Osvaldo Mamberto presidente nomás! ¡Y Flandria campeón carajo! –gritaron todos emocionados y lo abrazaron con afecto, con ilusión.La gente los ignoraba. Sus voces se perdían entre los gritos emergentes del estadio y el zumbido de los motores que corrían endemoniados por Lugones, componiendo un inconfundible ruido a mundo. Ni ellos mismos podían escuchar un sonido nuevo de la tarde, un sonido distinto que amanecía en sus corazones, y que iba aumentando, como si las rebeldes ardillas del viejo Stervelynck movieran sus patitas sobre los fantásticos rotores de la esperanza, para echar a andar otras dínamos, que arrancaban lentamente.
Maracho
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