Américo no se acordaba en que momento había llegado Lucio al asilo. No se podía acordar. Se consolaba pensando que a los viejos les suele suceder ese tipo de cosas. Es más, no se lo dijo; pero varias veces lo había soñado muerto. Pero sueños son sueños y la realidad era que a Lucio lo habían depositado en el mismo asilo de la calle Camargo, que su hija le había elegido a él, por supuesto, para que no le faltara nada. Y era como si Lucio recién hubiera llegado, porque la alegría era nueva en su corazón. Américo Villarino y Lucio Rossi cumplirían 60 años de amistad, toda la vida la tenían en común. Su vínculo durante tantos años fue un circuito cerrado. Sin traiciones ni agachadas. Porque alguna vez los dos viejos habían sido jóvenes y apuestos y cuando uno es joven y apuesto, la vida regala oropeles que reverberan un brillo engañoso, muchas veces ópticamente más intenso que el de la amistad.
Pero entre ellos siempre hubo lealtad. Ser leal es un placer cuando la amistad es valiosa. Sólo una pasión los separaba tajantemente, como un río de vértigos vuelve irreconciliables las dos bandas de una misma tierra: Lucio era fanático de San Lorenzo de Almagro y Américo devoto incurable de Platense. En ese terreno, el del fútbol, no había acuerdos posibles. Américo recordaba todos los partidos de la historia del Marrón de Saavedra. Recitaba cualquier formación de cualquier Platense con orden estricto de métrica y rima. Su talento natural podía compactar cualquier apellido extenso y complicado, logrando el encaje perfecto en cualquier línea de un once calamar. Era tan desenfrenada la pasión, que los domingos en que sus divisas se enfrentaban, la amistad ingresaba en un impasse. Sin embargo, al finalizar los partidos se juntaban, ya fuera en el café de Manuela Pedraza y Crámer o en el bar La Cancha, frente al Gasómetro de Boedo y todo volvía a la normalidad.
Pero esos lugares ya no existían. Tampoco ellos. De alguna manera eran también un recuerdo.
Esa misma tarde, Américo le confió a Lucio su sospecha de que Madonna, la tetona enfermera que los tenía a grito limpio, escondía vino y whisky en el sótano del asilo. Varias veces le había olfateado el perfume inconfundible del whisky cuando salía de allí. Además, el dato revelador era que nunca dejaba entrar a nadie a ese lugar. Ni la Gendarmería hubiera custodiado tan celosamente esa frontera. Lucio, que durante toda su vida había tomado más whisky que agua, rápidamente se entusiasmó con atracar el sótano en la noche.
Por la madrugada emprendieron la etílica excursión. Y misteriosamente tuvieron suerte: Madonna dormía como un burro y sin rodeos bajaron al sótano. Desilusionados, comprobaron que no había botella alguna de alcohol, pero tozudamente continuaron buscando.
-Lucio mirá, acá hay otra puerta –Américo había descubierto una puerta detrás de una estantería con toallas.
-Seguro que la gorda tiene un salita secreta para mamarse tranquila –dijo Lucio con sorna.
Con esfuerzo corrieron la estantería tratando de no meter bulla. El movimiento hizo que sus bases perdieran estabilidad y las toallas terminaron en el suelo. Con sumo cuidado apoyaron el armatoste de metal sobre el piso. Américo manoteó el picaporte y la puerta se abrió. Ante sus ojos se presentó un largo pasillo, iluminado cada cincuenta metros por una tenue lucecita.
-Che ¿y esto dónde va? –preguntó Lucio intrigado.
-Dale, Lucio, ¡mandémonos!
Entusiasmados se internaron en el lúgubre pasillo. A unos cincuenta metros, una irregular pared de tierra abortó la excursión. En el suelo había una tapa metálica. Con dificultad la levantaron, y descubrieron una escalera caracol, también metálica, que descendía hacia las entrañas de la tierra. Bajaron por ella. Un nuevo túnel los esperaba, mucho más amplio e imponente. Parecía ser el corredor de un pequeño subterráneo. Sobre el piso y en ambas direcciones, unos rieles se extraviaban con los candiles del alumbrado, difuminándose en puntitos infinitos. A unos escasos metros, sobre las vías, descubrieron un carro de metal, como el de los mineros.
-¡Esto es una mina, una mina en medio de Bs. As -gritó Américo que no podía salir de su asombro.
-No Américo, esto debe ser algún túnel de Obras Sanitarias, de alguna cosa de la municipalidad.
-O de la Revolución de Mayo –dijo Américo sorprendido de su fabulosa deducción.
-Mirá que sos un viejo delirante, ¿qué raro que no se te ocurrió decir que podría ser una línea perdida del metro de París?
Lucio lo palmeó y riéndose subieron al carro. En ambos extremos del rudimentario vehículo sobresalían unos botones de colores. Estaban dispuestos en hilera vertical. El de arriba era rojo, el del medio verde y el de abajo azul. Lucio apretó el de color verde. El carro emitió unos metálicos crujidos y trabajosamente comenzó a moverse. Los viejos estaban fascinados con su descubrimiento y disfrutaban intensamente de la aventura como dos niños en su primer visita a un parque de diversiones. El carro sobre las vías, progresivamente fue tomando velocidad. Se aferraron con temor a los asientos. El chirrido que producía el metal oxidado al circular por las herrumbradas vías, era tan agudo, que no les permitía escucharse. Sin embargo, la velocidad fue aminorando paulatinamente y se detuvo a pocos centímetros de la pared donde terminaba el túnel.
Con ansiedad descendieron del carro. Había otra escalera de metal que subía por un hueco del techo, desde el que emergía una luz intensa y blanca y los gritos de una muchedumbre alborotada. Subieron por los angostos escalones, redoblando el esfuerzo de sus entumecidos tendones. El primero en asomarse fue Lucio, que conmocionado, buscó los ojos de Américo que venía debajo de él.
-¡No lo vas a poder creer Américo!
La sorpresa les arrebató el corazón cuando pisaron el césped de un estadio que inmediatamente reconocieron. Era la cancha de Platense, la vieja cancha de Manuela Pedraza y Crámer y la efervescencia de las tribunas preanunciaba el inminente inicio de un partido. Américo se refregaba los ojos y sus lágrimas volvían a empañárselos.
-Lucio, esto es un milagro. Mirá, salen los equipos. Y mirá es San Lorenzo, mirá a Farro, a Pontoni, a Vanzini, a Martino.
-El mejor San Lorenzo que vi en mi vida –Lucio se tomaba la cabeza impresionado- Mirá Américo, ahí sale el Calamar.
Belén, Cozzi, Wergifker ingresaban enardecidos a la cancha como leones saliendo a devorar cristianos indefensos.
-Lucio estamos en 1945, hoy es julio de 1945, ¿no te acordás que nosotros vinimos a este partido? Vas a ver que gana Platense 3 a 0.
Lucio no tenía tanta memoria como Américo y aceptó a regañadientes su pronóstico. Con el paso de los minutos se percataron de que eran invisibles para la gente rugiendo en las tribunas y eso acrecentó su alegría. Sin cuestionarse los motivos, decidieron disfrutar plenamente de esa libertad. Con ansiedad observaban el partido prácticamente metidos en el terreno de juego. A los 32 minutos del primer tiempo, llegó el gol de Prado que Américo le venía cantando desde hacía un rato a Lucio. Y a los 40, un golazo de Cantelli hizo estallar en locura a la tribuna Calamar.
En el entretiempo se dedicaron a buscarse en las tribunas, y con una extraña sensación se encontraron. Primero lo vieron al joven Lucio discutiendo airadamente presuntos yerros de Antuña. Luego encontraron al juvenil Américo devorándose un choripán. Pero cuando retornaron los jugadores, nuevamente se sentaron a ver el partido. Faltando tres minutos, Cantelli de penal puso el 3 a 0 definitivo en favor de los de Saavedra.
Unos minutos después de finalizado el match, los gritos enardecidos de la hinchada de Platense se atenuaron violentamente en sus oídos e inesperadamente arremolinados vientos desformaron el contorno del paisaje. Las fuertes ráfagas colisionaban en el aire. Atemorizados buscaron el agujero por el que habían emergido a la cancha y rápidamente reingresaron en él. Ya a salvo, empezaron a discutir sobre el partido. Bajaron la escalera y abordaron el carro.
-Te das cuenta Lucio, éste es un túnel mágico. Es el túnel de nuestros sueños.
Con la felicidad inmensa que su descubrimiento les provocaba, presionaron el botón verde y el carro volvió a arrancar. Otra vez la velocidad vertiginosa, que después de un largo viaje, se detuvo naturalmente en otro final del túnel. El lugar era idéntico al que salía a la cancha de Platense, también allí había una escalera desde la que descendía una luz lechosa y los gritos de la muchedumbre. Pero esta vez, la cancha que los esperaba era la de San Lorenzo, el viejo Gasómetro de Avenida La Plata. Los de Boedo ya estaban en la cancha y cuando Américo observó a los jugadores que alineaban la primera del Ciclón, se puso serio.
-Sabés qué Lucio, si no me equivoco, estamos en septiembre de 1948.
-No digas más nada Américo, ¡el 6 a 2, el 6 a 2! De ésta si me acuerdo. Te acordás que después nos levantamos las hermanitas de Pompeya.
-Mirá el referí Lucio, es Dean, te acordás del inglés ése, era un hijo de perra. Ése, hoy vas a ver como nos bombea. En este campeonato terminamos con 30 puntos, a sólo dos de ustedes. En Saavedra les habíamos ganado 3 a 2.
La fiesta de goles azulgranas la animaron Reggi, 2 de Enrico y 3 de La Chancha Pontoni. Para los Calamares de Saavedra inflaron la red Iglesias y Báez. Tal era la alegría en sus corazones, que no se percataron que el partido había terminado. Lucio se había parado frente a la popular de San Lorenzo y gritaba como un loco las canciones que desbordaban a la afición azulgrana.
Hasta que nuevamente apareció la furiosa turbulencia que arremolinaba los vientos y desformaba el paisaje. Con prisa se internaron en el agujero.
Cuando llegaron al carro mágico, volvieron sobre aquellas pibas de Pompeya.
-Imagináte Lucio, si las pudiéramos tener ahora.
Lucio lo miró con los ojos tiznados de melancolía.
-Y lo único que le podríamos hacer, es rascarle la espalda. Estamos viejos, muy viejos hermanito.
Se echaron a reír y se subieron al carro. Un nuevo partido en cancha de Platense los esperaba en el otro extremo del túnel. La felicidad se había vuelto algo simple y accesible.
Pero a poco de arrancar, el carro se detuvo. Algún desperfecto acalló el ruido de los hierros y emergió inmediatamente el silencio profundo del túnel. Bajaron y descubrieron otro túnel más pequeño, que se desprendía del principal.
-¿Dónde irá este túnel, Lucio?
Lucio hizo un gesto de desconcierto.
Caminaron unos pasos por el nuevo túnel. Sobre el piso no corrían rieles. Violentamente sintieron que el suelo se desmoronaba y empezaron a caer en un profundo pozo. La vertiginosa caída los desparramó en un lugar húmedo, donde la oscuridad era impenetrable. Sus corazones bombeaban pánico y desesperación. Sus cuerpos reconocían una sucesión infinita de dolores. Gritaron como locos, hasta que comprendieron que nadie podría escucharlos. Un hondo pesimismo los aquietó. Con el paso de las horas, la conmoción y los dolores se fueron atenuando. Había poco oxígeno y fueron adormeciéndose. Pero aún estaban conscientes. Lucio le pidió a Américo que le relate goles. Américo siempre relataba goles de Platense. Pero comenzó con uno de San Lorenzo, para complacer a su amigo de toda la vida.
-Año 1940, estadio de Platense, referí Destaillats, toma la pelota Bartolomé Colombo, se la cede rápidamente a Diego García ante la marca pegajosa de Boero. El entreala de Boedo amaga y cambia de frente para Nicolau, Nicolau se pega a la raya, desborda y tira el centro a la olla sobre el área Calamar, Lángara la baja con el pecho amaga frente Esperón le sale el santiagueño López, goooooooooooooooooooolllllllll gooooooooooooolllllllllll de San loreeeeeeeeeeenzooooooo, gooooooooooollllllllll. Isidro Lángara, señores. San Lorenzo 1 Platense 0. Gana el Ciclón en Manuela Pedraza y Crámer.
-Gracias, gracias Américo. Ahora mandáte uno del Calamar.
Con el poco aire que le quedaba en los pulmones, Américo emprendió la vehemente carrera de Frutos sobre el césped inmaculado del Gasómetro.
-Minuto 44 del segundo tiempo, Frutos la pone bajo el pie, vuelve a correr, se saca de encima a Grecco, están 1 a 1, rugen las tribunas agitando sus banderas, la sigue llevando Frutos, hay vértigo en sus piernas, levanta la vista y lo ve a Sócrates Cieri en el arco, va rumbo al gol, acomoda la.......
Frutos se detuvo abruptamente, como si la falta de oxígeno hubiera abortado su shot predestinado a la red azulgrana.
Una ambulancia silenciosa retiró el cuerpo sin vida de Américo Villarino del geriátrico de la calle Camargo. Lo sepultaron en la Chacarita, no muy lejos del nicho de su amigo Lucio Rossi, que lo esperaba allí hacía más de 10 años. Hasta Madonna lloró por la muerte de Américo y sólo volvió a ser la misma gritona de siempre, cuando en el sótano encontró una estantería caída y las toallas en el piso, desparramadas.
Pero entre ellos siempre hubo lealtad. Ser leal es un placer cuando la amistad es valiosa. Sólo una pasión los separaba tajantemente, como un río de vértigos vuelve irreconciliables las dos bandas de una misma tierra: Lucio era fanático de San Lorenzo de Almagro y Américo devoto incurable de Platense. En ese terreno, el del fútbol, no había acuerdos posibles. Américo recordaba todos los partidos de la historia del Marrón de Saavedra. Recitaba cualquier formación de cualquier Platense con orden estricto de métrica y rima. Su talento natural podía compactar cualquier apellido extenso y complicado, logrando el encaje perfecto en cualquier línea de un once calamar. Era tan desenfrenada la pasión, que los domingos en que sus divisas se enfrentaban, la amistad ingresaba en un impasse. Sin embargo, al finalizar los partidos se juntaban, ya fuera en el café de Manuela Pedraza y Crámer o en el bar La Cancha, frente al Gasómetro de Boedo y todo volvía a la normalidad.
Pero esos lugares ya no existían. Tampoco ellos. De alguna manera eran también un recuerdo.
Esa misma tarde, Américo le confió a Lucio su sospecha de que Madonna, la tetona enfermera que los tenía a grito limpio, escondía vino y whisky en el sótano del asilo. Varias veces le había olfateado el perfume inconfundible del whisky cuando salía de allí. Además, el dato revelador era que nunca dejaba entrar a nadie a ese lugar. Ni la Gendarmería hubiera custodiado tan celosamente esa frontera. Lucio, que durante toda su vida había tomado más whisky que agua, rápidamente se entusiasmó con atracar el sótano en la noche.
Por la madrugada emprendieron la etílica excursión. Y misteriosamente tuvieron suerte: Madonna dormía como un burro y sin rodeos bajaron al sótano. Desilusionados, comprobaron que no había botella alguna de alcohol, pero tozudamente continuaron buscando.
-Lucio mirá, acá hay otra puerta –Américo había descubierto una puerta detrás de una estantería con toallas.
-Seguro que la gorda tiene un salita secreta para mamarse tranquila –dijo Lucio con sorna.
Con esfuerzo corrieron la estantería tratando de no meter bulla. El movimiento hizo que sus bases perdieran estabilidad y las toallas terminaron en el suelo. Con sumo cuidado apoyaron el armatoste de metal sobre el piso. Américo manoteó el picaporte y la puerta se abrió. Ante sus ojos se presentó un largo pasillo, iluminado cada cincuenta metros por una tenue lucecita.
-Che ¿y esto dónde va? –preguntó Lucio intrigado.
-Dale, Lucio, ¡mandémonos!
Entusiasmados se internaron en el lúgubre pasillo. A unos cincuenta metros, una irregular pared de tierra abortó la excursión. En el suelo había una tapa metálica. Con dificultad la levantaron, y descubrieron una escalera caracol, también metálica, que descendía hacia las entrañas de la tierra. Bajaron por ella. Un nuevo túnel los esperaba, mucho más amplio e imponente. Parecía ser el corredor de un pequeño subterráneo. Sobre el piso y en ambas direcciones, unos rieles se extraviaban con los candiles del alumbrado, difuminándose en puntitos infinitos. A unos escasos metros, sobre las vías, descubrieron un carro de metal, como el de los mineros.
-¡Esto es una mina, una mina en medio de Bs. As -gritó Américo que no podía salir de su asombro.
-No Américo, esto debe ser algún túnel de Obras Sanitarias, de alguna cosa de la municipalidad.
-O de la Revolución de Mayo –dijo Américo sorprendido de su fabulosa deducción.
-Mirá que sos un viejo delirante, ¿qué raro que no se te ocurrió decir que podría ser una línea perdida del metro de París?
Lucio lo palmeó y riéndose subieron al carro. En ambos extremos del rudimentario vehículo sobresalían unos botones de colores. Estaban dispuestos en hilera vertical. El de arriba era rojo, el del medio verde y el de abajo azul. Lucio apretó el de color verde. El carro emitió unos metálicos crujidos y trabajosamente comenzó a moverse. Los viejos estaban fascinados con su descubrimiento y disfrutaban intensamente de la aventura como dos niños en su primer visita a un parque de diversiones. El carro sobre las vías, progresivamente fue tomando velocidad. Se aferraron con temor a los asientos. El chirrido que producía el metal oxidado al circular por las herrumbradas vías, era tan agudo, que no les permitía escucharse. Sin embargo, la velocidad fue aminorando paulatinamente y se detuvo a pocos centímetros de la pared donde terminaba el túnel.
Con ansiedad descendieron del carro. Había otra escalera de metal que subía por un hueco del techo, desde el que emergía una luz intensa y blanca y los gritos de una muchedumbre alborotada. Subieron por los angostos escalones, redoblando el esfuerzo de sus entumecidos tendones. El primero en asomarse fue Lucio, que conmocionado, buscó los ojos de Américo que venía debajo de él.
-¡No lo vas a poder creer Américo!
La sorpresa les arrebató el corazón cuando pisaron el césped de un estadio que inmediatamente reconocieron. Era la cancha de Platense, la vieja cancha de Manuela Pedraza y Crámer y la efervescencia de las tribunas preanunciaba el inminente inicio de un partido. Américo se refregaba los ojos y sus lágrimas volvían a empañárselos.
-Lucio, esto es un milagro. Mirá, salen los equipos. Y mirá es San Lorenzo, mirá a Farro, a Pontoni, a Vanzini, a Martino.
-El mejor San Lorenzo que vi en mi vida –Lucio se tomaba la cabeza impresionado- Mirá Américo, ahí sale el Calamar.
Belén, Cozzi, Wergifker ingresaban enardecidos a la cancha como leones saliendo a devorar cristianos indefensos.
-Lucio estamos en 1945, hoy es julio de 1945, ¿no te acordás que nosotros vinimos a este partido? Vas a ver que gana Platense 3 a 0.
Lucio no tenía tanta memoria como Américo y aceptó a regañadientes su pronóstico. Con el paso de los minutos se percataron de que eran invisibles para la gente rugiendo en las tribunas y eso acrecentó su alegría. Sin cuestionarse los motivos, decidieron disfrutar plenamente de esa libertad. Con ansiedad observaban el partido prácticamente metidos en el terreno de juego. A los 32 minutos del primer tiempo, llegó el gol de Prado que Américo le venía cantando desde hacía un rato a Lucio. Y a los 40, un golazo de Cantelli hizo estallar en locura a la tribuna Calamar.
En el entretiempo se dedicaron a buscarse en las tribunas, y con una extraña sensación se encontraron. Primero lo vieron al joven Lucio discutiendo airadamente presuntos yerros de Antuña. Luego encontraron al juvenil Américo devorándose un choripán. Pero cuando retornaron los jugadores, nuevamente se sentaron a ver el partido. Faltando tres minutos, Cantelli de penal puso el 3 a 0 definitivo en favor de los de Saavedra.
Unos minutos después de finalizado el match, los gritos enardecidos de la hinchada de Platense se atenuaron violentamente en sus oídos e inesperadamente arremolinados vientos desformaron el contorno del paisaje. Las fuertes ráfagas colisionaban en el aire. Atemorizados buscaron el agujero por el que habían emergido a la cancha y rápidamente reingresaron en él. Ya a salvo, empezaron a discutir sobre el partido. Bajaron la escalera y abordaron el carro.
-Te das cuenta Lucio, éste es un túnel mágico. Es el túnel de nuestros sueños.
Con la felicidad inmensa que su descubrimiento les provocaba, presionaron el botón verde y el carro volvió a arrancar. Otra vez la velocidad vertiginosa, que después de un largo viaje, se detuvo naturalmente en otro final del túnel. El lugar era idéntico al que salía a la cancha de Platense, también allí había una escalera desde la que descendía una luz lechosa y los gritos de la muchedumbre. Pero esta vez, la cancha que los esperaba era la de San Lorenzo, el viejo Gasómetro de Avenida La Plata. Los de Boedo ya estaban en la cancha y cuando Américo observó a los jugadores que alineaban la primera del Ciclón, se puso serio.
-Sabés qué Lucio, si no me equivoco, estamos en septiembre de 1948.
-No digas más nada Américo, ¡el 6 a 2, el 6 a 2! De ésta si me acuerdo. Te acordás que después nos levantamos las hermanitas de Pompeya.
-Mirá el referí Lucio, es Dean, te acordás del inglés ése, era un hijo de perra. Ése, hoy vas a ver como nos bombea. En este campeonato terminamos con 30 puntos, a sólo dos de ustedes. En Saavedra les habíamos ganado 3 a 2.
La fiesta de goles azulgranas la animaron Reggi, 2 de Enrico y 3 de La Chancha Pontoni. Para los Calamares de Saavedra inflaron la red Iglesias y Báez. Tal era la alegría en sus corazones, que no se percataron que el partido había terminado. Lucio se había parado frente a la popular de San Lorenzo y gritaba como un loco las canciones que desbordaban a la afición azulgrana.
Hasta que nuevamente apareció la furiosa turbulencia que arremolinaba los vientos y desformaba el paisaje. Con prisa se internaron en el agujero.
Cuando llegaron al carro mágico, volvieron sobre aquellas pibas de Pompeya.
-Imagináte Lucio, si las pudiéramos tener ahora.
Lucio lo miró con los ojos tiznados de melancolía.
-Y lo único que le podríamos hacer, es rascarle la espalda. Estamos viejos, muy viejos hermanito.
Se echaron a reír y se subieron al carro. Un nuevo partido en cancha de Platense los esperaba en el otro extremo del túnel. La felicidad se había vuelto algo simple y accesible.
Pero a poco de arrancar, el carro se detuvo. Algún desperfecto acalló el ruido de los hierros y emergió inmediatamente el silencio profundo del túnel. Bajaron y descubrieron otro túnel más pequeño, que se desprendía del principal.
-¿Dónde irá este túnel, Lucio?
Lucio hizo un gesto de desconcierto.
Caminaron unos pasos por el nuevo túnel. Sobre el piso no corrían rieles. Violentamente sintieron que el suelo se desmoronaba y empezaron a caer en un profundo pozo. La vertiginosa caída los desparramó en un lugar húmedo, donde la oscuridad era impenetrable. Sus corazones bombeaban pánico y desesperación. Sus cuerpos reconocían una sucesión infinita de dolores. Gritaron como locos, hasta que comprendieron que nadie podría escucharlos. Un hondo pesimismo los aquietó. Con el paso de las horas, la conmoción y los dolores se fueron atenuando. Había poco oxígeno y fueron adormeciéndose. Pero aún estaban conscientes. Lucio le pidió a Américo que le relate goles. Américo siempre relataba goles de Platense. Pero comenzó con uno de San Lorenzo, para complacer a su amigo de toda la vida.
-Año 1940, estadio de Platense, referí Destaillats, toma la pelota Bartolomé Colombo, se la cede rápidamente a Diego García ante la marca pegajosa de Boero. El entreala de Boedo amaga y cambia de frente para Nicolau, Nicolau se pega a la raya, desborda y tira el centro a la olla sobre el área Calamar, Lángara la baja con el pecho amaga frente Esperón le sale el santiagueño López, goooooooooooooooooooolllllllll gooooooooooooolllllllllll de San loreeeeeeeeeeenzooooooo, gooooooooooollllllllll. Isidro Lángara, señores. San Lorenzo 1 Platense 0. Gana el Ciclón en Manuela Pedraza y Crámer.
-Gracias, gracias Américo. Ahora mandáte uno del Calamar.
Con el poco aire que le quedaba en los pulmones, Américo emprendió la vehemente carrera de Frutos sobre el césped inmaculado del Gasómetro.
-Minuto 44 del segundo tiempo, Frutos la pone bajo el pie, vuelve a correr, se saca de encima a Grecco, están 1 a 1, rugen las tribunas agitando sus banderas, la sigue llevando Frutos, hay vértigo en sus piernas, levanta la vista y lo ve a Sócrates Cieri en el arco, va rumbo al gol, acomoda la.......
Frutos se detuvo abruptamente, como si la falta de oxígeno hubiera abortado su shot predestinado a la red azulgrana.
Una ambulancia silenciosa retiró el cuerpo sin vida de Américo Villarino del geriátrico de la calle Camargo. Lo sepultaron en la Chacarita, no muy lejos del nicho de su amigo Lucio Rossi, que lo esperaba allí hacía más de 10 años. Hasta Madonna lloró por la muerte de Américo y sólo volvió a ser la misma gritona de siempre, cuando en el sótano encontró una estantería caída y las toallas en el piso, desparramadas.
Maracho
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