
El fútbol subvierte realidades. Los poderosos de la sociedad, sin son hinchas de un club chico, pasan a ser pobres diablos ante los poderosos grandes, y en sus multitudinarias hinchadas miles y miles de integrantes seguramente vivan en villas o en barrios humildes. Pero por noventa minutos y en las cargadas de la semana, son la clase dominante.
Pero más allá de esta paradoja, el verdadero sentimiento, el que yo intento poner de manifiesto en muchos de estos relatos, está allí, en los clubes chicos, en los clubes de barrio, esos iracundos davides que domingo a domingo se las tienen que ver con los goliades, y que tantas veces, a piedrazos, derrotan.
Cuantos dinosaurios han caído en los verdes lechos domingueros, ante el silencio de muerte de la turba incrédula.
Recuerdo nítidamente una soleada tarde en la cancha de Independiente en la que un morochón, de esos que si se lo encuentra de noche, uno le entrega la billetera sin solicitud previa, hacía un vúmetro imaginario con su dedo, al ritmo de un cántico de la hinchada de San Lorenzo. Era una actitud tierna e infantil (sus ojos irradiaban una inédita dulzura), inimaginable en alguien al que en otro ámbito asociaríamos automáticamente al temor y al delito, por millones de presunciones y estereotipos que lamentablemente llevamos incorporados y que nos separan y que hacen que este mundo se haya convertido en la defensa permanente y obsesiva de nuestra seguridad.
Con este puñado de palabras y tratando de no extenderme demasiado, intento expresar torpemente algunas de las cosas que el fútbol significa para mí. Y por eso el título, porque en cada uno estos relatos pretendí hablar de ese “fútbol raro” que yo veo y que la mayoría de las veces no registra la estadística y menos aún, por supuesto, los periodistas sin magia ni tablón.
Maracho
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