miércoles, 21 de octubre de 2009

La jaula de la calle Arismendi

Ricardito finalmente convenció a su papá para que lo acompañe a jugar a la pelota. El pibe se había puesto desde temprano todo el equipo del rojo y se moría de ganas de patear un rato. Raimundo, su papá, estaba muy deprimido, se habían comido cinco bajo el sol matutino de la Bombonera y tenía terror que algún hincha de Boca del barrio lo cargara. Pero su hijo, enfundado en la gloriosa camiseta de Independiente, le sembró valor en el corazón; estaba orgulloso de que le hubiera salido tan fanático del rojo como él. Cruzaron Donato Álvarez y se metieron en el corralito que se había formado por las obras del subte de Triunvirato. Iñaki, el amigo de todos los días de Ricardito, se unió a ellos. Comenzaron a patear la pelota y Raimundo detrás diciéndole que no le peguen tan fuerte, que se la iba a agarrar un auto.
El chirrido de una cortina metálica, abriéndose en la esquina de Donato Álvarez y Arismendi, justo frente a ellos, alteró la parsimonia vespertina del barrio de Agronomía. A Raimundo le resultó muy extraño. Jamás, en cuarenta años, había visto esa cortina abrirse. Era como un muro de metal acanalado. Ese negocio, que según contaban los memoriosos del barrio alguna vez había sido un bar, era para todos la casa del “loco de la jaula”. Desde un improvisado primer piso y sobre el ala de la calle Arismendi, sobresalía un balcón con rejas que lo cerraban totalmente, a manera de una jaula. Miles de historias se contaron siempre sobre esa jaula. Muchos años atrás, desde allí se asomaba un hombre joven que se quedaba con sus brazos colgando, con la mirada perdida. Era como un pájaro moribundo, que intimidaba al barrio con sus ojos de profunda pesadumbre. Sus retinas caían desmoronándose en cascada sobre las vereda rotosas. Todos lo llamaban “el loco de la jaula”. De esa casa-negocio sólo salía y entraba por una puerta lateral, una mujer mayor (que según decían era la hermana) para hacer compras, pero nunca en el barrio. Su hermetismo era total. El barrio siempre vivió ese misterio alimentando fantasías, que se acomodaban a la creatividad y al delirio de cada uno.
Mientras Raimundo observaba atentamente a un hombre canoso que salía desde el interior de la misteriosa esquina y se sentaba en el escalón del umbral, Ricardito pateó la pelota con fuerza. El balón a los saltitos cruzó la calle semiempedrada y terminó en los pies del hombre canoso. Debe ser “el loco de la jaula”, pensó ansioso Raimundo. Si bien la imagen que recordaba en el balcón era la de un hombre joven, también era real que él tenía diez años en aquellos días. El loco ahora debería tener treinta años más y era lógico que luciera avejentado. El hombre, permaneció sentado en el escalón, pero con una habilidad curiosa hizo cucharita con su pie derecho y la pelota quedó muerta en su zapato. Luego se puso de pie sin dejar caer la pelota y cuando se incorporó definitivamente, la elevó sobre su cabeza con precisión exacta (Raimundo y los niños, que se habían acercado hasta él, asombrados la observaron suspendida en el aire) y volvió a dejarla caer sobre su pie derecho, otra vez muerta. Inmediatamente se la devolvió a Ricardito.
Los dos niños volvieron con la pelota a jugar en su pequeña cancha, pero Raimundo permaneció frente al presunto “loco de la jaula”, que lo miraba con ojos remotos. Eran aquellos ojos del balcón. La expresión de los ojos nunca envejece. Estaba seguro que era él. ¿Quién sino? Su mente volvió sobre la leyenda, se decía que la mujer era su hermana y que debió enrejar totalmente el balcón para que el loco no se arroje al vacío. Hacía treinta años que ese balcón estaba enrejado y que tenía encarcelado su misterio. El hombre volvió a escrutarlo y le preguntó con voz tenue:
-¿Usted también es de Independiente?
-Sí –contestó Raimundo con inocultable orgullo.
-Yo soy de Racing, del Racing Club de Avellaneda. Yo jugué en Racing, jugué un solo partido en primera y contra Independiente. Hace muchos años, en la cancha de Racing fue.
Raimundo lo miró con asombro. El hombre no parecía alterado, sólo triste, pero con una tristeza lejana. Sus ojos eran de un azul cristalino que se profundizaba con los resplandores de la tarde.
-¿No quiere pasar y le muestro los recortes?
La invitación le causó una sensación ambivalente. Ingresar en esa propiedad de leyendas le provocaba una irresistible curiosidad, pero a la vez, lo ponía ante un abismo desconocido. Sin embargo no pudo resistir la tentación de ser el primero del barrio en ingresar en las entrañas de ese misterio. Lo llamó a Ricardito y a su amigo Iñaki y les dio dos pesos para que vayan a comprarse alguna golosina al quiosco de Triunvirato, con la promesa que se vuelvan para la casa. Gambeteó su temor e ingresó en el viejo bar abandonado detrás de su anfitrión.
En el interior, entre las pesadas penumbras, se conservaban las mesas y las sillas del bar y detrás del mostrador había infinidad de botellas. Todo cubierto por varias capas de polvo. Raimundo tuvo la sensación de que todo había quedado intacto desde el último día en que el bar hubo de abrir sus puertas. Hasta le parecía escuchar los diálogos de esa última tarde retumbando furtivos entre las sombras. Debió haber sido una tarde de 1960, pensó. El hombre atravesó el mostrador y lo condujo hasta un patio interno de baldosas cuadradas, negras y blancas como un tablero de ajedrez. Casi todas estaban rotas o rajadas. Desde los rincones desbordaba una vegetación sin control. Le pidió que se siente en un oxidado sillón de metal, mientras él iba por los recortes. Raimundo acomodó sus 130 kilos en el viejo sillón con el temor latente de terminar en el suelo. Pero el sillón lo resistió con firmeza. El hombre retornó con una carpeta que despedía polvillo por el aire. Se sentó a su lado y la abrió. La misteriosa carpeta contenía recortes amarillentos de diarios. Y con su dedo le señaló la imagen de un jugador, diciéndole que ése era él. Las tribunas de la cancha de Racing, de fondo, lucían atiborradas de gente. Era un partido de la década del 60, y por los títulos, Raimundo infirió que había ganado Independiente. Luego le indicó su nombre en la formación de Racing y para corroborar sus dichos, le mostró su libreta cívica, que estaba más ajada que el recorte del diario. Todo coincidía, pero nada parecía tener relación con su misterio. El loco, si es que era ese hombre, parecía muy tranquilo y eso hacía que en Raimundo se despejaran los temores iniciales, que había experimentado al ingresar. Su nombre: Luciano Monasterio, no le decía nada. Sería uno de los miles de jugadores que habían jugado algún partido en una primera división. Tal vez si hubiera jugado en Independiente lo recordaría. Lo cual también sería improbable, ya que era un partido de hacía más de 30 años, y él era un niño en esa época. Abruptamente, el hombre cerró la carpeta y mirándolo a los ojos le dijo:
-Yo soy el culpable de que Racing no salga campeón.
-¡Cómo el gomero! –la broma a Raimundo le brotó del alma. La anécdota del gomero que habían descubierto unos años atrás en la cancha de Racing y al que inmediatamente le cargaron la culpa de toda la desgracia albiceleste, era su favorita para bromear a los académicos.- Los gomeros son yeta –agregó tratando de atenuar su gastada.
El hombre hizo caso omiso al chiste y continuó con su relato:
-Le hablo en serio amigo, muy en serio. Tal vez usted no me crea. Yo sé que todos me llaman “el loco de la jaula”, ¿no?
Raimundo sintió un extraño escozor ante la confirmación de estar ante famoso “loco de la jaula”, quien tomó nuevamente la carpeta y extrajo otro recorte, pero que por el tamaño, parecía arrancado de alguna revista-. Esto es un estudio hecho en el año 1975, lo hizo un físico-matemático de nombre Amilcar Zamudio. Seguramente, cuando salió este informe todos lo tomaron para la chacota. Este señor Zamudio hacía preanuncios, en este caso, futbolísticos. Por ejemplo, decía que en el año 2000 las camisetas de los clubes grandes cambiarían. Decía que la franja amarilla de Boca se volvería vertical, que a River se le agregarían dos bandas más, que a Racing le aparecería un sol en el medio de la camiseta y que a San Lorenzo se le cruzarían las rayas y que se le juntarían sobre la espalda. Una estupidez que seguramente no debe haber hecho él, sino que deben haberla agregado los tarados que siempre hay en las redacciones de las revistas, para que la nota sea más atractiva. Pero también había estudios que preanunciaban el futuro de los clubes. Mire amigo, en este informe explica claramente, el motivo del funesto destino que hunde a Racing en las tinieblas desde aquellas épocas. El llegó a la conclusión, después de un minucioso estudio, que en algún partido de fines de los ‘60 alguien había torcido la línea probabilística de Racing. Según su informe, eso se produce por un movimiento antinatural. Una acción no deseada hecha bajo alguna presión. Y yo fui el que realizó esa acción, (sus profundos ojos azules se abrumaron) y fue en ese partido contra Independiente.
El hombre comenzó a transpirar, parecía perturbado, pero rápidamente retomó su relato.
-En esa época yo estaba perdidamente enamorado de una mujer. La mujer más hermosa que vi en mi vida, se llamaba Eleonora Coseglia. Y ella, estoy seguro que también estaba enamorada de mí. Sus ojos, se encendían cuando me miraba, esas miradas que sólo entienden los enamorados, esas miradas que aíslan del mundo. Pero en la vida de Eleonora, el drama de su padre la arrancaba brutalmente de las mieles de la juventud y del amor. Su padre estaba preso, y ella con su mamá debían juntar una suma de dinero para pagar la fianza. Yo en esa época sólo contaba con mi hermana Helena y como jugaba en la reserva de Racing no veía un mango. Pero la quería ayudar, con todo mi corazón la quería ayudar. Pero había que conseguir cinco mil pesos, una fortuna para esa época. Y lo peor, era que la pretendía un tal Lombardo, un notario gordo y gris, al que ella no amaba, pero que significaba la solución de su drama. Ese hijo de puta de Lombardo le podía proveer todo, ¿y yo qué?: la promesa de mis piernas de centrofoward, nada más. Por eso me mejicanearon Salcedo y sus secuaces. Como sabían que yo debutaba contra Independiente y también sabían del problema de Eleonora, me vinieron a ofrecer los cinco mil pesos. Y yo primero dije que no, que no le podía hacer eso a Racing y ellos que Lombardo... (me dijeron una atrocidad que prefiero no repetir). Y aflojé, como un traidor aflojé. Y me durmieron.
Yo sentía que mi viejo iba a emerger desde el polvo de sus cenizas y me iba a pegar un reverendo cachetazo. La gran ilusión de mi vida se convertía en una pesadilla. Porque yo la amaba hasta con la última gota de sangre que batía mi corazón. Esa noche en la puerta de su casa, aterrorizado, le dije que iba a conseguir el dinero y ella que me dice que el cerdo de Lombardo ya le había regalado los anillos de compromiso. La palabra anillo, como un sinónimo doloroso de terror, quedó retumbando en mi cabeza. Era el “clic” del gatillo de un arma asesina. Eleonora amaba a su padre y yo sabía que lo haría. Sus ojos muertos siguieron brillando cuando cerró la puerta, tras escupir su ineludible destino. Pero yo tenía esperanza, el dinero me abriría una chance de derrotar a Lombardo. Yo tenía la ventaja que ella me quería y eso era mucho, demasiado. Imagínese lo que fue esa noche previa al partido para mí. Fue el mismísimo infierno. El técnico tenía muchas esperanzas en mí y no sabe como me temblaron las piernas cuando entré a la cancha. Yo amaba a Racing, ese era el sueño de toda mi vida, pero también amaba a Eleonora. Durante el primer tiempo casi no atacamos y no tuve oportunidad de marcar. Me escondía detrás de los defensores, que me amenazaban tratando de amedrentarme, pero yo no los escuchaba, sólo pensaba en ella. Pero cuando comenzó el segundo tiempo, a los dos minutos, el wing nuestro tiró un centro milimétrico sobre el área roja. Mi marcador tropezó, y la pelota vino hacia mi pie derecho, y cuando vi al arquero sobre su palo izquierdo, supe que era gol. Había hecho infinidades de goles así, y un centrofoward cuando levanta la vista y ve el hueco, sale gritando sin mirarla entrar. No se puede fallar amigo, no se puede. Pero en esa milésima de segundo, imaginé a Eleonora soportando el cuerpo asqueroso de Lombardo encima y dejé que mi pierna derecha se ladeara un poco más de lo aconsejable y con la parte interna del botín la calculé afuera. Salió a unos centímetros del palo.
Se tomó la cabeza y puso su mano sobre la rodilla de Raimundo.
-Mi cuerpo se paralizó de horror. Sentí que..., sentí que todos se habían dado cuenta de mi traición y que me observaran con desprecio. Pero más allá de todos los ojos, violentamente sentí un brutal dolor que sólo puede provocar la traición a uno mismo. Sentí los tortuosos mordiscos de los gusanos de la vergüenza, sentí chirriar la traición a mis compañeros y una sensación de frío en la sangre. Oía a la gente gritar como en un circo romano. Sabía que mi viejo me miraba con desprecio desde aquel cielo azul de Avellaneda. Me había olvidado de todos ellos. Quería esconderme, pero no podía. Mis compañeros me insultaban porque le escapaba a la pelota. Los largos minutos que prosiguieron, fui un fantasma dentro de una camiseta albiceleste a bastones y con el número 9 en la espalda. No toqué un balón más en todo el encuentro y si el técnico no me sacó, fue porque no tenía con quien reemplazarme.
En el vestuario mis compañeros intentaron animarme. Y eso más me torturaba, más me dolía, porque yo los había traicionado. Me cambié y me fui de la cancha. Estaba aturdido. Sentía que había traicionado a mi querido Racing Club, que era lo mismo que traicionarme a mí mismo y ese dolor corría como pedacitos de vidrio por mi sangre.
Sin embargo, no lo había perdido todo, todavía estaba Eleonora.
Fui a encontrarme con Salcedo y los suyos en un cabaret de Wilde, donde habíamos pactado me entregarían los cinco mil pesos. Pero uno de sus matones, al verme, me echó a patadas, y muerto de risa me gritó que Salcedo me agradecía, pero que Independiente había ganado porque era mucho mejor que Racing. También me enteré que no era directivo de Independiente, que era un impostor, que se hacía pasar por dirigente del Rojo. Es más, de Independiente lo habían echado por coimero. Todo eso me lo dijo un hombre en un bar de Wilde, al que le hablé desesperado. El tipo no me reconoció y salí corriendo.
Quería morirme allí mismo. Mi corazón era apretado por una cadena de traiciones que yo mismo había engarzado.
El mundo se me rompió en mil pedazos.
Tomé un colectivo y en Retiro me subí al Estrella del Norte que bramaba en el andén. Me bajé en Rosario (me bajaron) y me tiré vencido entre unos vagabundos que dormían hacinados en un rincón mugriento y alejado de la estación. La noche tenía aristas tenebrosas. Desde la oscuridad, una anciana sucia y de ojos brillantes, me ofreció la colilla de un cigarrillo. Me preguntó qué me sucedía, y yo le conté todo, tal cual se lo conté a Ud. Ella me escuchó con atención y me dijo, sin vacilar, que yo había alterado el destino de Racing, sí amigo, en otras palabras lo mismo que afirma Zamudio en el recorte que le enseñé. Increíble. Pero yo en ese momento no sabía nada de Zamudio, sólo sentía la desesperación desbordando por mis poros. La vieja también era futbolera, hincha de Colón de Santa Fe, pero se había venido a Rosario, donde el cirujeo era más rentable. Después me dio un trago de una bebida que nunca supe que era, pero que me ardió los labios y con su voz aguardentosa me dijo que yo podía torcer la historia, si mi error terminaba en algo positivo. En ese momento no entendí, pero lo que me decía era que vuelva a buscar a Eleonora, que luche. Recién hace unos días interpreté sus palabras.
La vieja me dio unas monedas y me comuniqué con mi hermana Helena en Avellaneda. Le dije que no quería volver, que sentía vergüenza por lo que había hecho. Ella no entendía nada, pero viajó hasta Rosario a buscarme. Mi hermana tiene veinte años más que yo, es solterona y vive pendiente de mí. Siempre fue como mi madre. Nuestros padres habían muerto cuando yo era un niño. Durante el viaje, yo le conté lo del soborno y los motivos. Hasta ella, que también es fanática de Racing, hizo un gesto de desaprobación hacia mi actitud, pero que rápidamente corrigió, queriendo animarme. El micro avanzaba por la ruta y me devolvía a un Buenos Aires que me esperaba para humillarme. Ella me prometió que no volveríamos a Avellaneda, que iríamos al viejo bar de la calle Arismendi, que había pertenecido a nuestros abuelos maternos. Era una propiedad en la que no vivía nadie. Y aquí nos instalamos. Ella fue al club para explicar con alguna mentira mi desaparición, que tenía a todo Racing preocupado y extrañado. Tanta era la desilusión del técnico con mi actuación y con la derrota frente al eterno rival del barrio, que rápidamente me olvidaron. Antes no era como ahora, que todo es guita. Sólo Tita quiso encontrarme, pero no hubiera podido mirarla a los ojos, no hubiera podido.
Los primeros días en esta casa fueron fatídicos para mí. Pensaba en Eleonora, no merecía la posibilidad de pelear por ella, yo era un traidor a Racing y ese no era un precio válido para obtener su corazón. Yo no merecía nada. Ella ya debería haber aceptado a Lombardo y compensaría el asco de estar a su lado, con la alegría de ver a su padre en libertad. Porque una cosa es sentirse traicionado, uno llora, maldice su suerte, pero con el tiempo se repone. Pero sentirse el ejecutor de una traición, y en perjuicio de lo que se amó toda la vida, es insoportable. Racing Club fue también mi madre cuando ella murió, fue el último deseo de mi padre en su lecho de enfermo. El me pidió que siempre amara a Racing. Y yo se lo prometí. Tenía nueve años cuando se lo prometí, asustado, en el borde de esa cama enorme del Hospital Fiorito. Y se murió un rato después y yo, en la primera oportunidad que tuve de honrar mi juramento, traiciono a Racing por una mujer.
Mi hermana Helena me cuidó durante estos treinta años. Ella ahora tiene 80 y está enferma. En realidad está cansada. Allí está (señaló una puerta en el final de la galería), en la cama. Por eso decidí salir a la calle. Ahora es mi turno de ocuparme de ella. Ella fue un ángel. Toda la frustración que le dio la vida la transmutó en amor, en mi cuidado. Porque yo estuve muy mal. Tiempo después de volver de Rosario, me puse violento, me quería suicidar. Durante diez años estuve encerrado en aquella pieza de allá arriba (señaló otra puerta en el final de una escalera). Ella hizo construir la jaula en el balcón, para que yo no me arroje al vacío. Ella fue mi ángel de la guarda. Pero todo fue inútil, porque yo nunca quise volver a vivir, ¿entiende?
Raimundo le dirigió una mirada descolorida. El torrente de palabras emergido desde la boca de aquel hombre, al que su mente ahora evitaba llamar “el loco de la jaula”, lo había conmovido hondamente. Y si bien era lento para las reacciones, la bondad de su corazón era proporcional a sus 130 kilos y más allá de su fanatismo por Independiente, se le soltaron espontáneas palabras de optimismo:
-Pero este año salen campeones. Hoy a Lanús lo pasan al cuarto. Peor es lo nuestro, que nos comimos cinquina en la Boca.
-Sí, pero va a ver que en algún momento el rumbo se va a torcer. Es la línea probabilística que yo alteré.
Se quedaron en silencio. Raimundo se incorporó y amagó a despedirse.
-Espero que vuelva a visitarme, es Ud. con la primer persona que hablo en 30 años, que no sea mi hermana Helena.
-Amigos –el gordo Raimundo le extendió su mano gigante.
-Amigos –contestó Luciano Monasterio.
Raimundo estuvo toda la tarde pensando en la historia de Luciano. Cuando Kuki, su mujer, retornó de la casa de su amiga Lidia, con ansiedad le relató todos los detalles de su encuentro con “el loco de la jaula”. Y entusiasmada con lo sorprendente del relato, comenzó a encender luces de ilusión. Le dijo que ella opinaba igual que la Pordiosera de Rosario, que si Luciano se reencontraba con Eleonora, el maleficio se iba a romper. Raimundo también aprobó la hipótesis de su mujer, y como dos niños ilusionados comenzaron a imaginar como podrían ellos organizar el reencuentro. Sólo había que averiguar si Eleonora Coseglia estaba viva y cual había sido su destino con el tal Lombardo. Rogaron que, aún cuando tuviera compromiso con él, accediera a cerrar ese capítulo inconcluso de su vida, para que los espíritus en pena del pasado pudieran descansar en la paz de la reconciliación.
Sin perder tiempo llamaron al 110 y preguntaron por los abonados de apellido Coseglia que figuraban en guía. Había tres. Un tal Alberto, domiciliado en la calle España 457 de San Isidro y dos en Avellaneda: Carlos en Mitre al 800 y Fabiola en Magnasco 337. Probaron con la tal Fabiola y le preguntaron si conocía a Eleonora Coseglia y la persona que atendió les que dijo sí, milagrosamente dijo que era una prima suya que vivía a la vuelta. La mujer accedió al pedido de ir a buscarla, y cuando volvieron a llamar atendió directamente ella. Kuki le dijo que quería hablarle de Luciano Monasterio y Eleonora, al escuchar ese nombre, hizo un silencio profundo, del que retornó sollozando. Le dijo que sí, que le importaba mucho escuchar sobre él y que la fuera a ver al otro día, que vivía en Palaa 493 (aparentemente Lombardo ya no contaba). Como un torrente, sus palabras dijeron que hacía treinta años que no sabía absolutamente nada de él. Después de cortar, Kuki estaba eufórica y comenzó a darle forma a su proyecto. Su plan se generaba vertiginoso en su mente y se lo expuso ansiosa a Raimundo: en el partido en que Racing definiera el título, Luciano debía reencontrarse con Eleonora en la platea y el maleficio se rompería. Su certeza no admitía discusiones.
Al otro día, Raimundo, que era taxista, regresó más temprano a su casa y con Kuki partieron hacia Avellaneda. Estacionaron frente al 493 de Palaa. Bajaron decididos. Era una casa humilde. Kuki tocó el timbre. Abrió la puerta una mujer remotamente bella, en su rostro un prematuro avejentamiento volvía inestimable su edad.
-Perdón, Usted es Eleonora Coseglia.
La mujer los escrutó con ansiedad, y afirmó con la cabeza. Tuvieron la sensación de que había estado detrás de la puerta esperando a que vinieran.
-Yo soy Kuki, yo hable ayer...
Los hizo pasar sin preámbulos. Sus ojos opacos se salpicaron de brillos maravillosos. Parecía muy conmovida.
Eleonora les contó que todavía amaba a Luciano y que toda la vida se había arrepentido de haberle dicho lo del compromiso con Lombardo, al que ella llamaba Julio. Que jamás había encontrado otro hombre capaz de amarla de esa manera. De haber llegado a hacer lo que hizo por amor. No se había casado con Lombardo, a último momento mi estómago me lo impidió, dijo con dureza. Que su padre al tiempo salió de la cárcel y que comenzó a pegarle a su madre y que luego las abandonó. Que ella también había vivido bajo la sombra funestas de no haber elegido a Luciano.
-Cuando rompí con Julio, él, despechado, me dijo lo que le había hecho a Luciano en complicidad con ese Salcedo, que iba a ser nuestro padrino de bodas. Dios mío ¡¿cómo pude equivocarme tanto, cómo?!
Raimundo le contó toda la historia. Lo de la jaula hizo que Eleonora se quebrara en un llanto desgarrador. Kuki la abrazó con cariño e ilusionada le contó todo el proyecto para alterar el maleficio. Eleonora también estaba segura que si ellos se reencontraban, Racing podría salir campeón y detener la tortura en el alma de Luciano. Pero tenía mucho miedo de su reacción al verla. Ella presentía que él la seguía odiando, por todo el daño que le había hecho. Kuki pacientemente y con mucha dulzura, fue llenando de esperanzas su abatido corazón. Eleonora finalmente aceptó. Se despidieron con la promesa de que Raimundo la pasaría a buscar el domingo, para llevarla a la cancha de Vélez Sárfield, donde Racing jugaría ante el local y con la posibilidad concreta de dar la ansiada vuelta olímpica. Allí, sin saber nada, esperarían Luciano, su hermana y Kuki.
Raimundo el martes volvió a la casa de Luciano con Kuki y trabajosamente lo convenció de ir a la cancha. Le costó horrores, pero finalmente accedió, pese a que Luciano estaba convencido de que Racing perdería el campeonato víctima del maleficio que él había activado. Mientras Raimundo hablaba con él, Kuki lo hacía con su hermana, quien se entusiasmó con el proyecto. El aún la ama, dijo sin titubeos. Helena Monasterio se comprometió a ir con ellos a pesar de sus dolores de cintura.
Raimundo hizo cola toda la noche en el estadio de Racing para conseguir cinco plateas. Era una locura inexplicable lo que estaba haciendo. Jamás debió haber estado entre esa gente, justo él, enfermo del Rojo. Ese era precisamente el lugar donde jamás debió haber estado. Pero sentía que debía hacerlo, que era una misión que aunque quisiera abandonarla, extrañas fuerzas lo devolverían a esa hilera de corazones ilusionados. A todos ellos, muchas veces había insultado y gastado desde la altiva tribuna de Independiente. Hasta tuvo miedo de que lo reconozcan. Pero algo lo unía a toda esa gente: la esperanza de un milagro.
Los planes parecieron destrozarse con los hechos trágicos que sacudieron al país. El partido final con Vélez fue suspendido por un virulento estallido social que ensombrecía el destino argentino y por supuesto el de Luciano y Eleonora. El fútbol pasó a un segundo plano y tuvieron que volver a casa de Eleonora para decirle que se mantenga atenta a la nueva fecha. Pero cuando el partido se reprogramó para el jueves 27 de diciembre, la estrategia arrancó desde temprano en todo su esplendor. A las 13:30 Kuki arribó con un taxi hasta la calle Arismendi y recogió a Luciano y a Helena. Luciano miraba el mundo sorprendido. Después de 30 años volvía a transitarlo. A cruzar el umbral de su casa.
Kuki ya estaba en la cancha con Luciano y Helena y promediaba el primer tiempo. La cancha era una fiesta desmadrada. Pero ella no le prestaba atención al partido, sólo quería ver aparecer a su marido con Eleonora. Pero no aparecían. Algo estaba saliendo mal. Luciano y Helena permanecían atentos a las alternativas del encuentro, que era jugado con ansiedad por los jugadores albicelestes. Empujaban con vehemencia hacia el sueño de miles y miles de almas huérfanas de alegrías. Ya en el segundo tiempo, los nervios de Kuki estaban a punto de estallar. Buscaba los ojos de Helena desesperada, buscaba alguna explicación lógica para la demora de Raimundo y de Eleonora. Luciano ausente, seguía atento y con pasión las acciones del partido. El estadio estalló con un gol de cabeza de Loeschbord. El griterío era la voz enorme de la esperanza. Raimundo no aparecía y Kuki maldecía antes los ojos extrañados de los plateístas, que la miraban con fastidio por sus permanentes movimientos. Y sorpresivamente, un gol de Vélez acalló la multitud y el gesto desencajado de Luciano hacía prever lo peor. El maleficio echaba a andar los engranajes de su funesto mecanismo de frustración. Cuando Kuki empezaba a creer que su marido no llegaría a tiempo, desde la multitud emergió su voluminosa figura, y detrás de él, Eleonora.
Luciano al verla, palideció abruptamente. Todos creyeron que se desmayaba. Pero ella encontró sus ojos y la intensidad de sus miradas pareció detener el murmullo de todas las bocas del estadio. Como si sólo ellos dos estuvieran en esa tribuna. Eleonora, con sus retinas brillando de lágrimas le dijo:
-Perdoname.
Luciano aún tieso y sin reacción, sintió que volvía a estar frente al arco de Independiente, y que su pierna derecha conservaba el rumbo normal, que no se arqueaba tramposamente hacia la derecha y que cuando empujaba la pelota, ésta se clavaba en el fondo de la red. La estaba abrazando. Campagnolo clamaba por tranquilidad después de un sofocón del arco académico. Y minutos después, todo Liniers estalló en las mil esquirlas de un solo grito imposible: ¡Racing Campeón!
Luciano y Eleonora se besaron con pasión. La gente los ignoraba, porque todos también se abrazaban después de muchos años de tristeza y desencuentro.
Helena abrazó a Raimundo y a Kuki y con lágrimas en los ojos, les dijo gracias.
Luciano, Eleonora y Helena bajaron del taxi de Raimundo en la puerta del viejo local de la calle Arismendi. Pese a que les insistieron, Kuki y Raimundo no quisieron bajar. Sabían que ésa, era una fiesta de ellos, una fiesta ansiada durante muchos años y que ya habían creído que no llegaría jamás. Como la del Racing Club de Avellaneda, que estallaba en las calles del mundo. Luciano se acercó a Raimundo y le dijo con una sonrisa:
-Lo ganaron ellos, los jugadores. Fueron fieras, fieras hambrientas.
-Mire, no me haga hablar de esa murga –dijo Raimundo entre sonrisas irónicas.
Bajó del auto y se abrazaron como dos amigos de toda la vida.
Después de la medianoche, Kuki quedó rendida y se durmió inmediatamente. Raimundo no podía dormirse, estaba sobreexcitado. Se vistió en silencio y salió a la calle. Aspiró la noche profunda y camino hasta Donato Álvarez y Arismendi. Se paró en la esquina. Desde la casa de los Monasterio emergían los dulces vaivenes de un vals. Luego levantó la vista y observó el balcón encerrado dentro de la jaula. Sintió que de alguna manera había traicionado a Independiente, a su Rojo de toda la vida, liberando a Racing de esa jaula donde había permanecido encerrado durante treinta y cinco años. Cuántas veces había disfrutado de la frustración de su eterno rival. De sus largos años de caídas.
Sin embargo, en su corazón, sólo sentía alegría.
Pensó que sólo los imbéciles necesitan de la pena de los otros para ser felices. Alegría era haberle devuelto la vida a Luciano, al “Loco de la jaula”. ¿Qué más necesitaba? Si su Independiente era el club que más copas había ganado en el mundo. Qué importaba que los otros festejaran que su pena se extinguía.
No, no se sentía un traidor y al otro día le iba a proponer a su amigo Luciano destruir esa jaula absurda, y limar para siempre los barrotes que durante muchos años, mantuvieron cautiva a la alegría en esa esquina de Donato Alvarez y Arismendi.
Maracho

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