miércoles, 21 de octubre de 2009

¿Qué importa si todos nos morimos?

Las nubes dibujan preanuncios confusos en el cielo de Boedo. Son de un blanco desforme, que se rompe y deja translucir un helado celeste movedizo e infinito. El Zurdo aprieta la bandera azulgrana entre sus manos y hace un ruego sin destinatario, pero que define con un ni se te ocurra. Tal vez hacia su viejo o tal vez hacia Dios. O tal vez hacia esa mujer a la que viene soñando todas las noches desde la noche del domingo, después del partido con Vélez. Esa mujer que le sonríe plácida y que parece una virgen. Gana la calle rápidamente. Los muchachos esperan en Avenida La Plata y Bartolomé Las Casas, la esquina del Viejo Gasómetro. Siempre se juntan en esa esquina para ir juntos a la cancha. Cuando el Zurdo llega se desata el griterío.
-¡Vamos Zurdo, vamos que hoy al bicho lo fumigamos con la camiseta¡ –Virreyes grita y sopla su corneta plástica. El sonido ronco retumba y se derrama por el cause de la calle Las Casas hacia la frontera de Parque Patricios.
Sibila pide que lo ayuden a anudar las bolsas de papelitos y a cargarlas en la camioneta del Araña, estacionada bajo el frío sol de agosto, que tímidamente se recuesta sobre el prolijo empedrado de Avenida La Plata.
-Che Zurdo, no te preocupes que el Tomate desde el cielo nos da una mano –el Bocha tranquiliza al Zurdo, que no puede disimular el infierno que le provoca la remota posibilidad de que San Lorenzo descienda.
-Si Huguito Pena estuviera vivo no hubiéramos llegado a esto –le contesta el Zurdo, mientras presiona su ansiedad escribiendo El Ciclón con una piedra en el cordón redondeado de la esquina.
Todos suben a la vieja camioneta Desotto del Araña. El Araña heredó ese apodo fruto de sus defensas encendidas de las virtudes de ex-guardavallas del club, Ricardo La Volpe. Después La Volpe se fue a México y le dejó el apodo.
La camioneta se despabila y pone proa a Caballito. Desde la caja cerrada que se comunica con la cabina, emergen los gritos de los muchachos:
“Boedo no se va, Boedo no se va”
Pero la tensión estira el elástico de las risas nerviosas. Ya nadie habla de la posibilidad del descenso, gambetean con gritos, con bromas, gambetean con decisión como se gambetea a la tristeza. Sin embargo, saben que aunque remoto, ese abismo existe. Pero también es real que todos los días pueden ser el día de nuestra muerte y nadie vive con esa congoja. Porque un hincha de San Lorenzo podría aceptar el fin del mundo, pero jamás aceptaría que El Ciclón juegue en Primera B.
Jamás.
-Son hijos nuestros, no hay que preocuparse –el Bocha continua sembrando optimismo.
Estacionan la camioneta en Bogotá y Donato Álvarez y emprenden entusiastas la caminata por Avellaneda, que se asemeja a la calle Lavalle un sábado a la noche. Sólo que todos van en una dirección.
Ingresan a la cancha. Se apretujan en los tablones de Ferro, queriendo ser todos uno, queriendo conformar un ser inmenso e invencible. Observan ansiosos la salida de San Lorenzo. Todos son uno. Todo es una fiesta. El Zurdo no habla pero piensa: un empate, un mísero empate aleja el horror. Un desabrido 0 a 0 basta para empezar y dar de nuevo. El año pasado también habían ido con la misma fe a la cancha de Huracán y el descenso quedó sepultado con tres goles en el arco de Tigre. Pero ésta es la última fecha del campeonato. No hay otra chance. Sólo es un empate. Empieza el partido y San Lorenzo busca con Delgado, con Perazzo, con el fanatismo de tablón de Insúa. Y a los 15 minutos: Penaaalll. Todo es alegría. El terror se aleja como un globo aerostático arrasado por el ciclón de la fe azulgrana. Patea Eduardo Emilio Delgado y tapa Alles, la pelota vuelve al punto del penal y vuelve a patear Delgado y Alles vuelve a tapar como si fuera un replay macabro, y alguien finalmente la despeja.
Y gritan bajo el sol los de La Paternal.
Violentamente el Zurdo comprende que aquellos, allá enfrente, también tienen esperanza. Que también tienen corazón. Y si le hubieran ganado a Vélez en Liniers el domingo pasado hoy otra sería la historia. Todos se habían ido con dos palabras en la boca del Fortín: Gnecco y un insulto. Cada uno con el que sentía más ajustado a su bronca. Pero está el Toto Lorenzo en el banco y el Toto no se puede ir al descenso. Es capaz de incendiar la cancha para que de última se mueran todos, pero jamás lo permitiría. Y si Cocco no se hubiera encaprichado con no poner a Villar, el Sapo era historia grande del Ciclón. Allá, en el otro arco, el Hueso Glaría lo cruza a Magallanes y las banderas rojas estallan en la tribuna de enfrente. Un octubre rojo en agosto. Y en pleno Caballito.
Penal para Argentinos.
Patea Salinas y... gol.
Sólo hay que empatar. Faltan 5 para que termine el primer tiempo. El Toto les va a lavar la cabeza en el vestuario. Pero al Zurdo se le enturbia el pensamiento con el recuerdo absurdo del vestuario de Córdoba. Hacía pocos domingos se habían ido al descanso del entretiempo perdiendo 0-5 con Instituto. Sólo el gallego Insúa sacó pecho y puso como ponen los que quieren al Ciclón. Pero perdieron 6 a 2.
A los vestuarios. Nadie se puede mover en la tribuna. Nadie tiene hambre. Nadie se duerme en el carro que lo lleva al cadalso.
El cielo también se mueve en Caballito.
Empieza el segundo tiempo. Camiseta blanca, la de las dos rayitas a la izquierda. La misma que con Tigre el año pasado. La cábala. ¿Cómo va Talleres? ¿Cómo va Sarmiento? San Lorenzo intenta pero no puede. Pasan los minutos. Los minutos como días de vida, como años de vida. Irrecuperables. Los minutos como enfermedades que navegan dañando la sangre. Sale Milano entra Godoy. Perazzo se extravía por la izquierda en gambetas estériles. Los malditos pies enemigos que roban pelotas. El Negro Ruiz y el Tano Verdechia empujan desde abajo. Osvaldo Rinaldi busca capturar la pelota y llevársela a los delanteros, como un pájaro desesperado buscando alimentos para sus pichones en medio de la tormenta. BUUUUMMMM, el uruguayo Godoy la revienta contra el travesaño de Argentinos Júniors y el uuuhhhhhh se desprende de las bocas azulgranas como una serpentina funeraria. Gana Talleres. Gana Sarmiento. Todo el mundo gana. La tribuna se hunde concéntricamente en forma de embudo hacia el abismo. El Zurdo mira hacia el cielo, le habla a su viejo, se acuerda de aquellas tardes soleadas del Gasómetro agarrado de su mano. Qué lindo era ese sol, qué quieto que parecía el mundo. Después Veira, Fisher, el Toti Veglio, la oveja Telch. Hasta la elegante silueta de Victorio Nicolás Cocco vuelve a su recuerdo, como si el que hubiese armado este equipo de pesadilla hubiese sido otro Cocco. Las camisetas blancas de San Lorenzo corren desarmónicas por el césped de Caballito. Como palomas que no pueden volar. Y cuando suena el silbato de Espósito, se desploman, como palomas muertas.
Y el silencio pasmoso.
Y el cielo celeste se detiene sobre el techo de caballito.
Y estalla una tormenta de pupilas. De ojos brillantes que se miran y se horrorizan de lo que se dicen. El Zurdo observa la escena como ajena. Las lágrimas le detienen los ojos. Los congelan. Enfrente, delante de los silos, los gritos llegan remotos y a oleadas. Están bailando, están de fiesta. De este lado nadie se mueve. Las lágrimas se entibian, finalmente se sueltan de las retinas, reavivando la madera de los gastados tablones. Y en su vertiginosa caída libre, perforan la tierra y reavivan la emoción de 1915, cuando San Lorenzo ascendía a primera tras vencer a Honor y Patria.
El frío vuelve a congelar las emociones. El frío lapidario de la fecha cerrada:
San Lorenzo de Almagro
1 de abril de 1908- 15 de agosto de 1981
La muerte.
Desde el desconcierto, las manos de Boedo aplauden a los jugadores de Argentinos Juniors, que miran con remordimiento a todas esas almas en la fosa común de la tribuna. Como un batallón victorioso que comprende que su triunfo, es una pila de cadáveres, de ilusiones que debieron matar para salvar su propia vida. Su propia ilusión. Todos esos ojos sin vida que la resolana funeraria de la tarde agónica ilumina con burla.
Perazzo, Insúa y Rinaldi permanecen en medio de la cancha, solos en el monte calvario.
Salen de la cancha, en silencio. El silencio es alguien más. Alguien a quien nadie invitó. Un intruso. Una moto pasa insultando con una bandera de Argentinos Juniors. Lo ignoran, pero otros muchachos lo interceptan y se desata una batahola. Ni el Zurdo ni Virreyes ni el Araña ni Sibila ni el Bocha reparan en el incidente. Sienten correr por su sangre una pesada anestesia de dolor. Como si fueran mutantes, sólo quieren meterse en la camioneta y partir hacia ningún lugar.
El Araña arranca con violencia y empujado por los demonios de la angustia acelera por Donato Álvarez. A nadie le importa nada. Tanto que el Araña no se percata que la barrera está baja, que viene el tren y que arrastra a la camioneta hasta aplastarla como a un latón de sardinas contra una pared.
Y de repente, entre los gritos y el dolor y los hierros retorcidos, desde una llama de fuego aparece la mujer del sueño del Zurdo y les habla con irresistible dulzura:
-Sólo deben besarme, besarme con pasión. Sólo si lo hacen de esa manera no tendré que llevármelos conmigo.
Los muchachos la miran con indiferencia. Sin reacción. La mujer enfurecida ante el desdén de los hombres, se acerca al Zurdo y con violencia le dice:
-¿No entendés lo que te estoy ofreciendo? ¿O es que todos se quieren morir?
El Zurdo la mira de soslayo, sus ojos vacíos le regalan un segundo de atención y casi sin fuerza, las palabras se desprenden desde sus labios:
-Y besándote, besándote con pasión ¿podrías cambiar nuestro destino? El destino de esta tarde. El destino maldito de San Lorenzo.
-No. Yo sólo puedo evitarles... la muerte.
El Zurdo se da cuenta que sus amigos son su voz, y con el último aliento, le susurra el agónico dolor de sus corazones:
-Entonces, ¿qué importa si todos nos morimos?
Maracho

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