miércoles, 21 de octubre de 2009

Ni el diablo

Emilio retornaba lentamente a la realidad gélida de ese piso áspero y mugriento. Ni bien abrió sus ojos, los dolores retornaron como ecos lejanos; su cuerpo parecía haberse acostumbrado a la brutal caricia de la electricidad. En la penumbra, el silencio era un abrumador zumbido. Se incorporó levemente y apoyó su espalda contra la pared. El frío húmedo del cemento le traspasó la camisa. No le importó, era una sensación pura, una sensación que recorría su cuerpo sin erizarle el alma. Echó una ojeada alrededor: Liliana yacía boca abajo y entredormida; de a ratos parecía gemir o balbucear palabras incomprensibles. Algo más lejos, absorto, Jorge miraba la nada. Había sido una noche eterna, interminable, como lo eran todas las noches en ese sombrío infierno.
A oleadas, desde el cuarto contiguo, comenzó a oírse el sonido latoso de una radio. Al cabo de unos instantes se volvió más nítido. Debió haber subido el volumen, pensó Emilio. Rápidamente reconoció la voz del gordo Muñoz. Un partido estaba a punto de iniciarse y cuando escuchó nombrar a Independiente, a su querido diablo rojo, su atención se volcó exclusivamente hacia la habitación contigua. La palabra Independiente le acarició los oídos. Desde que estaba allí, en el infierno, había olvidado la palabra Independiente. Esa palabra, era muchísimo más que un nombre propio, era tardes luminosas bajo el cielo de Avellaneda, la bocina del tren escondido entre las tribunas, la desarmónica silueta de Bochini encendiendo fantasías sobre ese césped regado de gloria. El sol inconfundible de los domingos. La palabra Independiente era un laberinto en el que los espejos eran él mismo.
Llevó su mano hacia la boca para limpiarse las heridas con su saliva. Su sangre seguía siendo roja, tan roja como esa camiseta que ahora imaginaba en la voz del gordo Muñoz, surcando con vértigo las llanuras del medio campo. Tan roja como la que había visto ahogar la vida de tantos compañeros. Cumpas que habían sido beneficiados con la muerte directa, evitándose las siguientes fases de horrores. Las balas matan, las voces torturan. Volvió a concentrarse en el relato, la voz de Muñoz prolongaba una O infinita de un grito de gol. La multitud detrás, estallaba en esquirlas de algarabía. Era un gol de River y Muñoz describía el regocijo de la hinchada millonaria en el frío cemento de la cancha de Huracán.
Emilio fue uniendo recuerdos. Calculaba que debía haber transcurrido un mes desde que lo habían traído a ese lugar. Si bien la tarde del operativo en la villa en donde se había “guardado” se le ocurría casi de otra vida, rápidamente recordó que Independiente venía peleando la punta en el metro. Escuchaba los partidos con el hijo de un amigo que le había dado asilo en un barrio marginal del conurbano y que también era del Rojo. La militancia lo había alejado de las canchas, pero de vez en cuando se escapaba para ver algún partido. Después del golpe, la cosa se puso muy fulera y la clandestinidad lo había alejado definitivamente de los estadios.
De la vida misma.
Desde el salón contiguo, el humito serpenteante de un cigarrillo desparramaba un aroma penetrante, y hacía presentir la soledad de su silencio. De forma intermitente emitía algún sonido esporádico, un chasquido, un movimiento torpe de la silla. La luz tenue, apenas si aclaraba levemente la penumbra, donde varios cuerpos yacían desperdigados por el piso.
El tiempo en ese lugar era nada, un absurdo e inmóvil recuerdo del presente. La voz del gordo Muñoz narraba las instancias de ese mundo lejano y casi ajeno, de una cancha de Huracán a la que había concurrido mil veces, pero a la que ahora le era imposible imaginar. Pero sí a la lluvia, a esa lluvia que con adjetivos vulgares adornaba Muñoz. La lluvia era algo que podía sentir cayendo sobre su cuerpo, acariciando sus lastimaduras casi en alma viva.
Y la lluvia lo fue metiendo dentro de ese partido que ganaba River, y como olvidando del infierno, empezó a sentir la ansiedad de otras épocas, la angustia desesperada de cuando Independiente iba perdiendo. Muñoz afirmaba que los diablos rojos buscaban con desesperación el arco de River y Emilio empujaba desde su entumecimiento, como una más de las almas que empujarían desde la tribuna. Bordeando el éxtasis de oír el relato desbarrancarse hacia el gol de Independiente, el borbotón de palabras veloces se detuvo.
Fue un instante en el que el aire se almacenó en los pulmones del relator, provocando el silencio previo al grito, como ese instante de ruidos muertos que antecede a las catástrofes. En esa décima de segundo previa a que Muñoz liberara sus cuerdas vocales en el esperado estruendo, el grito de él.
Esa agria melodía del dolor, ese armónico acompañamiento de cada tortura. Su voz de horror imponiéndose sobre la de Muñoz. Su voz en un grito seco, de alivio, de alegría por el gol de Independiente que hacía estallar a las otras gargantas lejanas, como gusanos enloquecidos bajo su alarido de placer.
Y otra vez su silencio y la voz de Muñoz sobre las instancias del partido. La ansiedad de Emilio se detuvo de forma abrupta. Instintivamente, como en las infinitas sesiones de infierno, comenzó a desear que su voz se apague, esa picana todavía más dolorosa que con la que sacudía su sangre. Comenzó a desear que Independiente no avanzara, que los jugadores de camiseta ensangrentada no tocaran la pelota, que los otros, los de River, la tuvieran siempre, que la poseyeran toda la vida, para que el silencio tomara el lugar de su voz, de la voz de él, para siempre.
Sin embargo, Independiente reanudaba una y otra vez sus embates, que Emilio horrorizado buscaba detener con su mente, con sus dientes apretados, y cuando la recuperaban los de River, volvía a respirar aliviado. No, Independiente no le podía hacer eso, su querido diablo rojo no lo podía traicionar.
Y no lo hizo, y el partido se terminó. Y él apagó la radio abruptamente. Y el silencio, el silencio de él, se desplomó misericordioso.
Tal vez porque a algunos monstruos, ni el diablo los complace.
Maracho

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