miércoles, 21 de octubre de 2009

Masacre en la Bombonera

La última vez que la potentísima luz había iluminado la cancha, en medio de ese insoportable frío, Pernía lo había observado al Beto Alonso tan inmóvil como él mismo se sentía. Tenía la pelota a pocos centímetros de su pie izquierdo, pero sus ojos no la miraban. El Beto observaba alucinado la poderosa luminosidad proveniente desde un rincón remoto del cielo blanco. Más atrás, Merlo con su cabellera rubia extrañamente pegada a la cabeza, permanecía estaqueado en el medio campo. Potente, con su diez blanco en la espalda, buscaba desesperado los ojos de Jota Jota, que le devolvía impotente la mirada de horror.
Pero rápidamente todo se volvía oscuridad impenetrable. El frío se intensificaba en la penumbra. Ni siquiera cuando en sus ojos se atenuaba el efecto de la fulminante luz al apagarse repentinamente, podía adivinar algún contorno. Se limitaba a imaginar la escena congelada del Beto viniéndose fatalmente con la pelota dominada. Sabía que el diez de la banda roja estaba allí, pero entre esas pesadas penumbras, las certezas se enturbiaban de misterio.
La luminosidad estallaba cada vez más seguido. Una enorme protuberancia apareció por detrás de la tribuna de Casa Amarilla y sobre el cielo blanco de un lugar que debería ser un fantasmal barrio de La Boca, como si fuera una monstruosa pluma, atrapó un colosal cilindro color anaranjado y nuevamente la oscuridad silenciosa.
Pernía trataba de determinar en qué momento había despertado dentro de esa pesadilla. No recordaba nada de ese Boca-River. Ni siquiera la jugada inmediatamente anterior a esa que los mantenía congelados. Algún maleficio extraño hubo de gelidizarlos sobre el verde césped de La Bombonera, bajo ese cielo profundamente blanco que aparecía después de cada estallido de luz.
Un griterío demoníaco se escuchaba lejano después encenderse la brillante claridad, que se acallaba totalmente cuando todo volvía a oscurecerse.
Varias horas calculaba Pernía que deberían llevar en ese estado estacionario. Deseaba profundamente poder mirar al Loco Gatti detrás de él, pero no podía girar su cuerpo. Sólo la locura del loco podría encontrar una respuesta a semejante absurdo. A Mouzo apenas si lo veía de refilón y a cuando esforzaba sus ojos hacía el lado de los palcos, la camiseta de quien, por la ubicación, debería ser Pinino Más, aparecía y desaparecía como si se tratara de un fantasma.
También en los breves lapsos de intensa luz había podido observar que las tribunas estaban vacías y eso acrecentaba el absurdo.
Mientras cavilaba, inesperadamente se encendió la luz y la cancha empezó a tambalear como si se produjera un terremoto. El horror estalló en la cara de un monstruo de rasgos desproporcionados que apareció detrás de la tribuna de las plateas. Sus ojos se regodeaban como dos bolas enormes y brillantes. El movimiento sísmico hizo que el Beto Alonso se desplomara golpeando grotescamente su cabeza sobre la pelota. Todo el paisaje se movía vertiginosamente y las luces lucían más tenues, de más colores y permanentes. El griterío era ahora más intenso e insoportable y millones de monstruos se asomaban sobre las tribunas.
Una mano enorme incorporó al Beto Alonso y después tomó a Merlo y lo corrió de lugar. Pernía pudo ver la cara de horror de mostaza. Sentía impotencia y desesperación.
Un mástil gigantesco fue clavado salvajemente en medio de la cancha. Y en la punta se encendió una llamarada. El mástil se había convertido en una antorcha siniestra.
Los monstruos comenzaron a cantar, con voces agudas y aturdidoras. Entonaban una melodía que pese a la desesperación por su vida le pareció reconocer. Cuando terminó el cántico un fuerte viento sopló sobre el estadio y la llama de la antorcha se apagó despidiendo un espeso humo en lo alto.
Después de eso empezó la masacre. Enormes manos comenzaron a agarrar a los jugadores y a llevárselos hacia las bocas jadeantes. Lo pudo ver a Potente siendo despedazado por unos dientes enormes. La muerte era tan inevitable como espantosa. Lo reconoció al Pato Fillol un segundo antes de desaparecer dentro de una de las bocas voraces.
Y cuando esperaba su fin, su turno para ser devorado, un violento movimiento de la tierra, provocado por una enorme pala metálica que se clavaba en el césped, lo hizo caer en un abismo. El golpe contra una superficie dura lo dejó semiconsciente, pero sintió que había escapado del sangriento banquete de los gigantescos caníbales.
Volteó la cabeza y observó la tenebrosa imagen de una pierna con una media de River. Más lejos, los monstruos se habían agrupado bajo una gallina gigante, que a los pocos segundos reventó en el aire, cayó sobre ellos una blanca y pesada llovizna.
Maracho

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